El silencio reverberaba casi de igual manera dentro y fuera de la cabeza de Xavier, su mente, maniatada a una terrible quietud de cuya extensión ya casi no había rastros, temblaba yendo y viniendo en una imposible sinfonía de recuerdos que resucitaban sin orden ni llamado ni aviso. La habitación olía intensamente a éter, a otra época, a seco aire nocturno y a pálidas mañanas en una ciudad que no era familiar. En medio de uno de sus hondos sueños, siente una mano pasar lenta y cariñosamente por su frente, secarle el sudor, acariciarle el pelo, cree escuchar unas palabras murmuradas en un mundo distante y casi paralelo al que se encontraba desde hacía ya casi tres semanas. El infinito placer que le hace sentir esa mano lejana e invisible sobre sus parpados cerrados le hace caer más y más hondo en otra de sus alucinaciones, en otro de sus recuerdos viscerales, expresados en nítidas imágenes, sombras y aromas. Había viajado en tren, solo, a Ecuador. Era el verano más caluroso que había soportado en su corta vida, se hallaba completamente devastado por la muerte del Chaco en Oaxaca de San Juan. Xavier estaba en ese lapso de pleno crecimiento y desarrollo físico, pero era ya más duro y curtido que muchos adultos mayores. Mientras miraba hacia afuera, por la ventanilla, sin ver las verdes y altas pasturas a un lado de la vía del tren, guardaba un doloroso silencio enlutado y no sentía deseos de llegar a ningún lado, prefería seguir continuamente en el tren, hasta su muerte. Pensaba que cualquier lugar al que llegara, caería en la desgracia de la violencia, de la sangre, de la mala vida. Tenía razón. Pero lamentablemente, para él, el viaje acababa. De manera lenta, estirando de a poco las piernas, recorría en dirección a la puerta, el vagón del tren en el que había viajado casi veinticuatro horas rumbo hacia un pequeño paraje cerca de Chichirota, casi en límite con Perú. El vuelo en avión había sido placido y sin sobre saltos, pasando a toda velocidad sobre las fértiles tierras centroamericanas, que secretamente cultivaban el insidioso germen de una nueva y peligrosa gresca social. Se detiene un instante en la puerta del tren, mira para afuera, el sol parecía estar pegado a la tierra teñida y perfumada por el amable y agreste verde. Respira hondo, se llena los pulmones con el aire puro y vegetal que iba de acá para allá en aquel paraje ecuatoriano donde pensaba, por aquel entonces, quedarse hasta el final de sus días. No quería ver una sola gota más de sangre en su vida, aunque sabía que no podría evitarlo. Estaba marcado a fuego por un sino violento que no parecía proceder de éste mundo, pero que en realidad era más humano que la guerra misma.
Tenía dos valijas llenas de ropa nueva y elegante, demasiado elegante para el paraje de nadie al que había ido a parar, (pensó en ese momento...) siempre tan práctico él, siempre tan atento a las cosas que se presentaban inmediatas al instante en que vivía. Un par de anteojos oscuros, eso era lo que precisaba, pero... dónde podría comprarlos. Tenía también, la esperanza de encontrar ahí la paz que su país natal le había negado brutalmente. Una vana esperanza, una vacía ilusión que incluso ahora, postrado y semi inconsciente en la cama de un hospital desconocido, le producía vergüenza. Pero en su cabeza de aquel momento, en medio de la confusión geográfica, el abrumante calor y el dolor inadmisible que sufría por la sangrienta y tenebrosa muerte de su amigo, de su hermano del alma, había decidido alejarse para siempre del camino de la corrupción, del degeneramiento, del asesinato sin pudor, de la cocaína y de su trafico y por sobre todo, alejarse para siempre del camino del crimen organizado, con el cual le mantenía un profundo rencor al mismo tiempo que una insoportable y destructiva atracción. Pronto encontraría la soledad en su más puro estado, sólida, ineludible y tendría tiempo entonces de replantearse la vida misma, una vez más sin fruto alguno.