En el día de ayer tuve el privilegio de estar de corazón latiente en ésta hermosa tierra de nadie, perdida a un costado de un río particularmente ancho. Para contar la siguiente semblanza como merece ser contada, hace falta contextualizarla como es debido: El domingo fue un día particularmente extraño y exageradamente bello, fui al viejo barrio donde viví una jornada sencillamente atipica que encontró su fin en la casa de mi compadre (con quien posteriormente tuviera el placer de compartir el asunto del 1º de marzo) a las ocho y pico de la mañana. Cuando nos levantamos, en su casa, donde dormimos entre una interesante multitud de ácaros (que de alguna manera avisaban lo que estaría por venir) decidimos, casi al unisono que lo que había que hacer era ir para la plaza independencia a ver el cambio de mando presidencial. El problema fue la hora, eran cerca de las cinco de la tarde cuando recobramos media posesión de nuestras facultades y en casa de Nico asistimos de pié, frente a la computadora de su padre, a la parte inicial de la ceremonia en plaza independencia, pucha, dijimos, a lo mejor sea un poco tarde. Fue entonces que decidimos apurarnos de manera desaforada, sobretodo aquel y partimos para allá teniendo que hacer una pequeña escala forzada por la curva de maroñas, barrio de mi actual residencia. Bueno, pintó eso, en mi casa hicimos ese mate y arrancamos con furia para el lugar en cuestión. Nos bajamos cerca de plaza Libertad y emprendimos la marcha hacia el gentío tricolor que se disponía solemne y pleno de alegría en el centro de esta hermosa ciudad. Mucho olor a torta fritas, a chorolo, a vino y porro. Cuando llegamos a calle andes la cosa era absolutamente multitudinaria. Fue entonces que decidimos introducirnos hasta el frente mismo del acto, hasta al lado del escenario, cosa que nos costó sobremanera, mientras sonaba de fondo alguna canción del viejo Viglietti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario