Después de algunos días de intensa agitación en todos los aspectos de mi vida, estaba pronto. Estaba listo para salir al encuentro de aquello que me ocasionaba tan lamentables carencias. Los caminos se me mostraban, a través de la más pujante obligación conmigo mismo, abiertos y necesariamente transitables. El problema que mayor inconveniencias me producía era a su vez el motor para cancelar su propio y agobiante peso. Alojamiento. La casa de mi hermana no era, como lo presumía, lugar para parar más de una semana, sabría que dada mi decadente situación mi presencia sería motivo de discordia más temprano que tarde y así lo fue, así que antes que las cosas tomaran un tinte demasiado problemático, decidí salir del juego. De modo que de nuevo tan apretado como estaba acostumbrado a estar, comencé a rebatir las trabas de mi propia limitación. El lunes dormí en casa de mi primo, con quien previamente concurrimos a uno de los primeros ensayos de La Gran Muñeca, renovando el ritual que habíamos establecido el año anterior cuando comenzamos a seguir a la Muñeca, con el feliz resultado de finalizar primera en la categoría murgas del carnaval 2016. Ahora volvíamos a la isla, yo de capucha y él de gorro de lana, sin embargo ya hinchados de espíritu carnavalesco. Los muchachos nos recibieron con alegría, saludando por nuestro nombre con abrazos e igual que nosotros, sonrientes. Fue una noche de luna nueva en la que fumamos una enormidad de cogollos y nos tomamos una grapita.
Al día siguiente salí con mi primo para acompañar su jornada de trabajo en el reparto de comida. Pasamos muy bien, la mañana fue hermosa y tomamos mate y volvimos a fumar. Al terminar la jornada nos aparcamos en la plaza Virgilio y se desató una charla en verdad muy profunda en la que mi primo me dejó totalmente movilizado con todo su amor, sus demonios y su hermosa capacidad de combatirlos. Hablamos de nuestros abuelos, de nuestra familia, del vínculo tremendo que él y yo tenemos, de cómo este vínculo se vio en un momento en peligro debido a mis continuas cagadas y a su temperamento pasional. Me contó su proceso, desde que no quería volverme a ver hasta el darse cuenta que soy una buena persona, de buena esencia, por momentos un tanto mala para mí, pero buena y cariñosa con los demás y sobre todo muy querida para él. La charla logró humedecer nuestros ojos hasta el punto de entrecortar nuestras voces y tuvo para mí, como decía, un efecto de motivación enorme, después me llevó a la parada del bus. Abordé con el alma purgada y el corazón apuntado en el futuro inmediato. Me regaló 300 pesos con los que fui a sacar un papeleo urgente que necesitaba para aplicar a un trabajo.
La tarde transcurrió en un patear de baldosas inagotable, hice varias diligencias cuya ubicación distaba bastante entre si pero me hallaba imbuido por nuevos bríos y portando una claridad interior que a fuerza de inimaginables apremios, me conducía finalmente hacía dónde necesitaba ir.
Cuando llegó la hora del ensayo del martes yo había pasado por la casa de mi madre donde tomé una agradable ducha y me perfumé y me puse ropa limpia. Olía muy bien, me autoimpuse la regla de estar a todas horas limpio y perfumado por más grave que fuese mi situación.
Culminado el ensayo fuimos por una al Piropo, mi primo y el Cabe se fueron casi enseguida de modo que me quedé con el resto de la barra. Eran las 23 y yo aun no sabía dónde iba a pernoctar. Sentía miedo o tal vez ansiedad. Estaba tan avergonzado que demoré casi una hora más en decidirme a preguntarle a la Maga si podía pasar la noche en su casa. Lo consultó con Sol y ambas estuvieron de acuerdo sin presentar queja de ninguna índole. También Masi y el Negro, que habitualmente dormía con Sol, se sumaron y nos quedamos todos a pasar la noche. Al día siguiente a eso de las 10 de la mañana nos pusimos en pie y tras fumar una flor que presentó el Masi y tomar unos mates preparados por la Maga, me dispuse a terminar un pequeño trabajo de pintura que había pendiente en la casa. Era el día libre de la Maga y Masi. Para las 15 ya habíamos liquidado todo y almorzabamos entre canciones de murga y planes para nuestro colectivo.
Me puse en contacto con mi amiga Lucía, quien hacía poco más de un mes vivía con su pareja en una casita de Solymar, le comenté de lo engorroso de mi situación y en el acto me ofreció su techo para que durmiera cuantos días quisiera. Del dinero que me había dado mi primo el día anterior me quedaban 45 pesos, el pasaje hasta el kilómetro 26 de Gianatasio costaba 55. Mutuamente nos acompañamos a la terminal de Tres Cruces con la Maga, ella iba a buscar una encomienda y yo a tomar el bus hacía el este. Antes de separarnos ella me dio los 10 pesos que me faltaban para el viaje y nos despedimos con un lindo abrazo.
Tres cuartos de hora más tarde me bajé en Márquez Castro y Gianatasio. Lucía me esperaba en la parada sonriente, hacia casi dos meses que nos veíamos. Me percaté que en el lugar donde descendí, ya había estado con anterioridad, dos años atrás, estuvimos trabajando con mi primo y mi, en ese entonces jefe, realizando tareas de lustre de maderas en ventanas puertas y persianas de una casa perteneciente a un agradable complejo de viviendas que ahí estaba. El trabajo nos llevó unas dos semanas tal vez y yo le comentaba esto a Lucía mientras caminábamos y nos poníamos al día con tantas de las cosas que sucedieron desde la última vez que nos vimos.
Cruzamos Gianatasio rumbo Norte en medio de una conversación compulsiva y por un camino lleno de pozos salimos a una especie de parque que ocupaba toda la manzana. Reconocí el lugar de inmediato, ahí solíamos ir a almorzar con mi primo durante aquellas semanas de lustre. Se lo dije a Lucía, ella se rió de lo chico que es el mundo y arribamos finalmente a su domicilio, ubicado frente a uno de los costados del parque. Las aves cantaban de forma atronadora anunciando la proximidad del crepúsculo. Situada a los fondos de otra vivienda, la casa de Lucía se veía aún en proceso de mejoras. Tenía un amplio terreno donde el césped comenzaba a crecer verde y limpio, contra una de las medianeras su novio Bruno se hallaba haciendo una zanja de riego. Se incorporó para saludarme y surgió una buena onda. Yo percibía que Bruno era un tipo mas bien parco y sumamente práctico, enérgico hasta por demás pero de más bien pocas palabras.
Cuando cayó la noche, luego que al ocaso una estallido de luz dorada difuminara los negros cúmulos que se perdían en el poniente, la pareja se dispuso a hacer unas pizzas a la parrilla. No pagaban alquiler de modo que con muy poco dinero, obtenido a través de las ediciones de video de Lucía y de los toques que Bruno realizaba en los ómnibus, les daba para tener una existencia humilde y austera pero de gran tranquilidad y en la que nunca faltaba la marihuana ni la comida. Francamente el lugar era hermoso, lleno de tranquilidad y de verde.
Con Bruno fuimos a buscar leña al parque y volvimos con seis o siete grandes ramas de poda que estaban ya secas, las convertimos en leña con asombrosa celeridad, al igual que yo, el muchacho se mostraba ducho y apasionado por el candente elemento, luego del fondo de la casa extrajimos varias tablas gruesas y además se las ingenió para hacerse de dos suculentos troncos muy pesados que harían las veces de estupendos trasfogueros. El fuego se prendió utilizando como yesca la abundante hojarasca de las ramas de poda y en menos de lo que uno esperaría, las altas lenguas del fuego se alzaban como queriendo alcanzar el negro firmamento que ahora, después de un día nublado se mostraba infestado de estrellas. La luna creciente, delgada y particularmente bella, acompañaba el paisaje con naturalidad.
Al rato, después de comer las deliciosas pizzas, Bruno sacó la guitarra y me contó que tomaba clases de interpretación de tango. Me dijo que estaba practicando La Última Farra de Gardenias ye preguntó si quería escucharla. Nada me pudo haber preparado para lo que presencié después, nada. El tango comenzó a sonar y Bruno a cantar de una forma tan voluminosa tan técnica y a la vez apasionadamente que mi corazón se detuvo. El paisaje, la tranquilidad, el fuego, todo cobró un sentido casi abrumador, estaba parado escuchando mi dolor frente a la hoguera del tiempo, tan carente de freno o de control siquiera que la vida en ese instante fue tan verdadera que me aturdía.
Cuando dejó de cantar y el silencio se precipitó sobre la noche apagando hasta el sonido del crepitar del fuego, me vi desfalleciendo por un amor que me era imposible comprender, absorto en mi mismo sin captar ni comprender nada de lo que, fuera o dentro sucedía. Frente al fuego menguante el tiempo se suspendía y flotando en mi dolor era incapaz de salirme del delirante flujo de emociones entramadas que me colmaban hasta el punto de la inexistencia. La letra y la interpretación del tango me habían simplemente roto. El significado último de toda esta experiencia me resultaba esquivo, traicionero y misterioso sin embargo experimenté un instante de ingravidez, de ligereza y desapego inusitado. Cada vez más disuelto, cada vez más distinto y distante me iba hacia el meollo del asunto copado por los más aberrantes miedos pero provisto de inusual gallardía y confianza. En ese momento, me entregaba por completo al poder que mi destino rige.
Al día siguiente salí con mi primo para acompañar su jornada de trabajo en el reparto de comida. Pasamos muy bien, la mañana fue hermosa y tomamos mate y volvimos a fumar. Al terminar la jornada nos aparcamos en la plaza Virgilio y se desató una charla en verdad muy profunda en la que mi primo me dejó totalmente movilizado con todo su amor, sus demonios y su hermosa capacidad de combatirlos. Hablamos de nuestros abuelos, de nuestra familia, del vínculo tremendo que él y yo tenemos, de cómo este vínculo se vio en un momento en peligro debido a mis continuas cagadas y a su temperamento pasional. Me contó su proceso, desde que no quería volverme a ver hasta el darse cuenta que soy una buena persona, de buena esencia, por momentos un tanto mala para mí, pero buena y cariñosa con los demás y sobre todo muy querida para él. La charla logró humedecer nuestros ojos hasta el punto de entrecortar nuestras voces y tuvo para mí, como decía, un efecto de motivación enorme, después me llevó a la parada del bus. Abordé con el alma purgada y el corazón apuntado en el futuro inmediato. Me regaló 300 pesos con los que fui a sacar un papeleo urgente que necesitaba para aplicar a un trabajo.
La tarde transcurrió en un patear de baldosas inagotable, hice varias diligencias cuya ubicación distaba bastante entre si pero me hallaba imbuido por nuevos bríos y portando una claridad interior que a fuerza de inimaginables apremios, me conducía finalmente hacía dónde necesitaba ir.
Cuando llegó la hora del ensayo del martes yo había pasado por la casa de mi madre donde tomé una agradable ducha y me perfumé y me puse ropa limpia. Olía muy bien, me autoimpuse la regla de estar a todas horas limpio y perfumado por más grave que fuese mi situación.
Culminado el ensayo fuimos por una al Piropo, mi primo y el Cabe se fueron casi enseguida de modo que me quedé con el resto de la barra. Eran las 23 y yo aun no sabía dónde iba a pernoctar. Sentía miedo o tal vez ansiedad. Estaba tan avergonzado que demoré casi una hora más en decidirme a preguntarle a la Maga si podía pasar la noche en su casa. Lo consultó con Sol y ambas estuvieron de acuerdo sin presentar queja de ninguna índole. También Masi y el Negro, que habitualmente dormía con Sol, se sumaron y nos quedamos todos a pasar la noche. Al día siguiente a eso de las 10 de la mañana nos pusimos en pie y tras fumar una flor que presentó el Masi y tomar unos mates preparados por la Maga, me dispuse a terminar un pequeño trabajo de pintura que había pendiente en la casa. Era el día libre de la Maga y Masi. Para las 15 ya habíamos liquidado todo y almorzabamos entre canciones de murga y planes para nuestro colectivo.
Me puse en contacto con mi amiga Lucía, quien hacía poco más de un mes vivía con su pareja en una casita de Solymar, le comenté de lo engorroso de mi situación y en el acto me ofreció su techo para que durmiera cuantos días quisiera. Del dinero que me había dado mi primo el día anterior me quedaban 45 pesos, el pasaje hasta el kilómetro 26 de Gianatasio costaba 55. Mutuamente nos acompañamos a la terminal de Tres Cruces con la Maga, ella iba a buscar una encomienda y yo a tomar el bus hacía el este. Antes de separarnos ella me dio los 10 pesos que me faltaban para el viaje y nos despedimos con un lindo abrazo.
Tres cuartos de hora más tarde me bajé en Márquez Castro y Gianatasio. Lucía me esperaba en la parada sonriente, hacia casi dos meses que nos veíamos. Me percaté que en el lugar donde descendí, ya había estado con anterioridad, dos años atrás, estuvimos trabajando con mi primo y mi, en ese entonces jefe, realizando tareas de lustre de maderas en ventanas puertas y persianas de una casa perteneciente a un agradable complejo de viviendas que ahí estaba. El trabajo nos llevó unas dos semanas tal vez y yo le comentaba esto a Lucía mientras caminábamos y nos poníamos al día con tantas de las cosas que sucedieron desde la última vez que nos vimos.
Cruzamos Gianatasio rumbo Norte en medio de una conversación compulsiva y por un camino lleno de pozos salimos a una especie de parque que ocupaba toda la manzana. Reconocí el lugar de inmediato, ahí solíamos ir a almorzar con mi primo durante aquellas semanas de lustre. Se lo dije a Lucía, ella se rió de lo chico que es el mundo y arribamos finalmente a su domicilio, ubicado frente a uno de los costados del parque. Las aves cantaban de forma atronadora anunciando la proximidad del crepúsculo. Situada a los fondos de otra vivienda, la casa de Lucía se veía aún en proceso de mejoras. Tenía un amplio terreno donde el césped comenzaba a crecer verde y limpio, contra una de las medianeras su novio Bruno se hallaba haciendo una zanja de riego. Se incorporó para saludarme y surgió una buena onda. Yo percibía que Bruno era un tipo mas bien parco y sumamente práctico, enérgico hasta por demás pero de más bien pocas palabras.
Cuando cayó la noche, luego que al ocaso una estallido de luz dorada difuminara los negros cúmulos que se perdían en el poniente, la pareja se dispuso a hacer unas pizzas a la parrilla. No pagaban alquiler de modo que con muy poco dinero, obtenido a través de las ediciones de video de Lucía y de los toques que Bruno realizaba en los ómnibus, les daba para tener una existencia humilde y austera pero de gran tranquilidad y en la que nunca faltaba la marihuana ni la comida. Francamente el lugar era hermoso, lleno de tranquilidad y de verde.
Con Bruno fuimos a buscar leña al parque y volvimos con seis o siete grandes ramas de poda que estaban ya secas, las convertimos en leña con asombrosa celeridad, al igual que yo, el muchacho se mostraba ducho y apasionado por el candente elemento, luego del fondo de la casa extrajimos varias tablas gruesas y además se las ingenió para hacerse de dos suculentos troncos muy pesados que harían las veces de estupendos trasfogueros. El fuego se prendió utilizando como yesca la abundante hojarasca de las ramas de poda y en menos de lo que uno esperaría, las altas lenguas del fuego se alzaban como queriendo alcanzar el negro firmamento que ahora, después de un día nublado se mostraba infestado de estrellas. La luna creciente, delgada y particularmente bella, acompañaba el paisaje con naturalidad.
Al rato, después de comer las deliciosas pizzas, Bruno sacó la guitarra y me contó que tomaba clases de interpretación de tango. Me dijo que estaba practicando La Última Farra de Gardenias ye preguntó si quería escucharla. Nada me pudo haber preparado para lo que presencié después, nada. El tango comenzó a sonar y Bruno a cantar de una forma tan voluminosa tan técnica y a la vez apasionadamente que mi corazón se detuvo. El paisaje, la tranquilidad, el fuego, todo cobró un sentido casi abrumador, estaba parado escuchando mi dolor frente a la hoguera del tiempo, tan carente de freno o de control siquiera que la vida en ese instante fue tan verdadera que me aturdía.
Cuando dejó de cantar y el silencio se precipitó sobre la noche apagando hasta el sonido del crepitar del fuego, me vi desfalleciendo por un amor que me era imposible comprender, absorto en mi mismo sin captar ni comprender nada de lo que, fuera o dentro sucedía. Frente al fuego menguante el tiempo se suspendía y flotando en mi dolor era incapaz de salirme del delirante flujo de emociones entramadas que me colmaban hasta el punto de la inexistencia. La letra y la interpretación del tango me habían simplemente roto. El significado último de toda esta experiencia me resultaba esquivo, traicionero y misterioso sin embargo experimenté un instante de ingravidez, de ligereza y desapego inusitado. Cada vez más disuelto, cada vez más distinto y distante me iba hacia el meollo del asunto copado por los más aberrantes miedos pero provisto de inusual gallardía y confianza. En ese momento, me entregaba por completo al poder que mi destino rige.
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