La tarde del sábado era agradable y en el medio dede las mil meditaciones propiciadas por las incontables urgencias que me aquejaba, me hallaba pronto para partir nuevamente a las Duranas, festival de la Simpiló. La Ternera cantaba a las 20 y compartíamos cartel con Cayó la Cabra y con el Cartucho de la Muñeca entre otras 8 o 9 conjuntos más. En el ensayo del viernes surgió un abrasivo debate, muy correcto y respetuoso pero de alto contenido y con fuertes emociones involucradas. La discusión se centró en primera instancia sobre la decisión de concurrir al festival o no, ya que faltaban cuatro componentes del coro más el nuevo platillero. Una parte de la murga opinaba que era contraproducente presentarnos sin el cuadro completo y más sin un miembro de la batería. La otra, que yo defendí con un encendido discurso junto al Masi y otros compañeros, opinaba que había que ir a toda costa y que si faltaba gente se pedía disculpas al público y se hacía igual. Era esencial que cada uno mejorara su relación con el micrófono y en su postura ante el público, era menester bajar las revoluciones del coro ya que a veces nos excediamos en la energía y la única forma de ir domando esos ánimos era realizando la mayor cantidad de ejecuciones que nos fuese posible.
Finalmente se decidió en consenso aunque con reservas, que los que podíamos ir iríamos y haríamos lo mejor que estuviese a nuestro alcance.
Después sobrevino la discusión que desde hacía una semana se esparcía de forma subterránea, minando los ánimos del grupo desde la última presentación, en foemya, donde nos bajamos sin cantar y el director se fue a su casa tapado de odio. Fueron tal vez 40 minutos de un denso ir y venir de ideas y argumentos cargados de una pasión contenida que finalmente desembocó en un consenso grupal y un compromiso renovado para no herir la moral del grupo más allá de que era necesario corregir de manera urgente, algunos detalles del funcionamiento y la alerta máxima de no volver a bajar de aquel modo horrible.
A nuestras espaldas, sentado escuchando todo, estaba el Mago, nuestro monitor, que hacía su visita y a la postre se iba para el Piropo con nosotros a conocer la quintaesencia de nuestro grupo.
Entonces a medianoche la Ternera estaba parada en ronda bajo la marquesina roja del Piropo, apareció vino tinto en abundancia, el áspero y barato vino suelto del Piropo tenía un algo especial que sugería fiesta, bacanal y amistad sin lugar a dudas. Bebimos, reímos, se habló y se gritó y los porros iban y venían generando estallidos de humo y de tos por aquí y por allá. Al rato Esteban, el bombista posó su instrumento sobre una silla roja de plástico y comenzó una debacle de ritmos que se prolongó hasta casi las 2 de las mañana. Todos los repertorios de todos los presentes se agotaron en cantos enganchados interminables, Araca, la Falta, la Muñeca, los Curtidores, la Milonga Nacional y hasta la Reina desfilaban por nuestras gargantas llenas de gris alegría. Después la salsa, el merengue, las plenas y más tarde los boleros, los tangos y los candombes cerraron la función. Casi todos se habían ido, Esteban, Masi y yo fuimos los últimos en irnos después de un Brindis por Pierrot que se fundió en el brillo de los ojos de los últimos duros y borrachos que aguantaban el pool y los 10 hinchas de Goes que además coreaban, aplaudían y festejaban cada nueva canción.
Después, el Masi me dio un aventón hasta el palacio, desde donde abordé un 230 rumbo a Colón. Mi padre se había ido a Carmelo y yo no pude desaprovechar la oportunidad de utilizar las instalaciones para dormir y bañarme. Dejaría todo tal cual lo encontré aunque muy probablemente el rumor de que había estado en la casa llegaría a oídos de mi padre a su regreso, no me importó. Necesitaba desesperadamente un lugar donde dormir y la casa estaba vacía. Fue todo un tema re enfrentar los demonios que dejé a mi partida y la soledad que me aguardaba tras la puerta de la casa me estremeció por completo. Pude dormir con tranquilidad y al día siguiente entre una cosa y la otra, se hizo la hora de aprontarme para ir a cantar. Estaba bien, no hace falta reiterar que en medio de aquellas tenebrosas zozobras, el cantar con la Murga era algo de un valor incalculable para ayudarme a sostener la precariedad de mi estado de ánimo. Así que valiéndose los intestinos y me di un reconfortante baño fresco antes de partir rumbo al festival, la apuesta de concurrir había sido alta y el desafío aparejado era también de gran exigencia y requería la mayor de las concentraciones.
Efectivamente cantamos en el festival cerca de las 22 horas. Se trataba de una dependencia dentro de las Duranas, bajo techo. Un pequeño teatro dónde los asientos eran sillas blancas de plástico y el escenario prolijo, bien ubicado y de excelente proyección sonora, estaba iluminado por luces azules y unas pocas blancas que se descolgaban sobre la tabla negra en la que nos aguardaban tan solo cuatro micrófonos para toda la murga.
La grilla se había desfasado un poco y si bien la convocatoria era para las 20:00, terminamos cantando casi a las 22. Lo importante fue que la murga hizo una presentación memorable. Nunca habíamos tenido tal conexión con un público. Más allá que este no fuera demasiado numeroso, había dentro de la sala alrededor de unas 60 personas, la energía que fluyó entre la murga y ellos fue asombrosa. Cantamos a gusto. Cuando surgió contundente y afinado el acorde final de la presentación, supimos por el caluroso aplauso que la Ternera estaba en el rumbo correcto. Al bajar, ahora sí cantando, la murga recorrió el público y finalizó su maravilloso número, en medio del sincero y atronador aplauso de la gente. Ver las sonrisas y los ojos de quienes me rodeaban, tanto los compañeros como el resto de los que ahí estaban, me generaron una inmensa sensación de plenitud y sobre todo, el antídoto último: la alegría.
El día anterior, en el ensayo del viernes, el Mago nos extendió una invitación grupal a los festejos de su cumpleaños, que tendría lugar en la cantina Millán y Raffo. Al culminar la actuación, la Ternera se dividió. Unos partían al toque de la banda de salsa en la que tocaban Masi, el Negro y Esteban, otro grupo conformado por Sol, la Maga, el Cabe, mi primo y su novia, Andrés el amigo de Cabeza, el Popi amigo de todos, Horacio, Caro con una amiga y yo mismo, partimos para el Millán.
Desde afuera el lugar lucía completamente muerto, no se veían más que unas lóbregas luces pálidas y frías y no se escuchaba más que el lejano rumor de los aires acondicionados de Casa de Galicia. Los fondos del nosocomio daban la escenografía ideal para la estructura de la cantina.
La comitiva constaba de tres vehículos, mi primo a la cabeza y dentro de su camioneta iba su novia Caro, yo y esta amiga que era más sexy que bella y más guerrera que atractiva. Mi primo me encomienda la tarea de ser el explorador. Bajo y meto rumbo hacia el silencio del amplio y largo patio que precedia a la puerta misma de la cantina. Abro apenas la puerta para echar una inocente mirada y dentro: El Lugar. Un vasto y deteriorado salón con una cancha de bochas en el centro, una barra de mármol bastante alta y antigua de unos 9 metros, pocas mesas, un pool andrajoso, una rocola y cerca de una veintena de joven congregados frente a la porción de la barra que daba justo a la boca de un precioso parrillero donde el fuego recién encendido se amigaba con chorizos, tiras de asado y algunos vegetales. Distinguí a nuestro monitor en medio de su murga. Ahí ensayaba Háganse Cargo. Entré y fui a saludarlo, también reconocí a otras personas y a los tres minutos estábamos todos adentro, salió el fernet y el vino y se hizo una modesta vaca pa la rocola y la cumbia empezó a sonar. La cosa se animó enseguida. En una mi primo me encomienda la misión de averiguar que onda con el porro. Yo era su hombre de confianza y sabía que me desenvolvía efectivamente en las interacciones sociales. Fui al Mago y le dije: que onda con el fasito acá, Mago?. Visiblemente a medio entonar me responde, acá todo, todo. Este es un lugar raro.
Gran caño de cogollos, jarras de vino, canciones de moda estúpida que en otros años me hubiesen cercenado las pelotas, ahora me hacían bailar. Me sentía pillo, me había afeitado y estaba brillante, las compañeras me vitoreaban y nos divertimos mucho. En una, Caro, su amiga y Manu, la novia de mi primo se fueron al otro extremo de la extensa cantina a jugar. Al ratito me les uní, nunca fui particularmente bueno en el pool pero tampoco ellas lo eran así que la partida transcurrió trabada y llena de jugadas de dos tiros pero de nuevo fue divertido. Caro también brillaba, bailaba y usaba el taco para cantar. Bailaba muy bien, era fuera de dudas una excelente bailarina. El Dooby, platillero de Háganse Cargo, quien anteriormente nos dio alguna mano ante carencia de platillero, se hacía cargo de la rocola. De pronto los inconfundibles acordes de 840, una canción de Rodrigo que yo francamente adoro, comenzó a sonar. Mi primo y la Caro empezaron a bailar con frescura y elegancia a mi lado, me disponía a acodarme y cantar desde la baranda del pool cuando la amiga de Caro me tomó por sorpresa y me instó a seguirla. La canción fue larguísima, la piba cuyo nombre era Camila, me pegó una agitada digna de una novela. Era rápida, ágil, recursiva y realmente lo estaba disfrutando. Yo me ahogué a los 2:15 de la canción y tuve que dejar el cigarrillo que tenía en la boca para bailar y respirar a la vez, cuando estuve libre me volqué de pleno a la canción y a su ritmo frenético de cuarteto cordobés. Una belleza de canción. Hasta ese momento me hubiese parecido increíble poder bailar así con una mujer y no sentirme ni remotamente atraído por llegar a sus bragas. Sin embargo en ese momento, una cantidad brutal de energía erótica nos sacudía a los dos bajo el mágico manto cascado de la voz del Potro. En ningún momento me planteé seriamente cortejarla en modo alguno ni durante ni después de tan intensa experiencia corporal. Me quedó uno de sus lacios cabellos negros dentro de la boca una vez que me volví a sentar.
Salió parrilla, circulaban los platos con chorizo, pan y asado y se comió lindo. Mi primo y la Manu fueron los primeros en irse, con ellos se iban también Caro, Cami, Manu y el Popi. Horacio se fue al ratito y momentos más tarde nos fuimos el resto. En la puerta de salida el Cabe me pregunta, cómo estás para una vueltita más. Me complica el bondi, le respondí. La cantina era relativamente cerca la casa de Colón. El Cabe insistió, dale Nando, tomamos una más y te quedas en casa tranqui. Acepté, en realidad si bien habíamos tenido un sacudón importante, seguían siendo apenas la 1 de a mañana. Partimos con Andrés en su auto y el Cabeza y yo en su Citroën. El rumbo parecía ser Luis Alberto de Herrera, un boliche llamado 21.
Fuimos y nos tomamos un par de cervezas. A cabecita se lo notaba demasiado pendiente de su celular, inclusive en medio de la atiborrada pista sacaba y mandaba whatsapp. Mariana, la hermana de Soledad fue a otro cumpleaños con su propio grupo de amigos y desde ahí le escribía al Cabe y este a ella sin demoras. Enamorados de manual, sin duda alguna. Su vínculo transmitía pasión romántica por todos lados y se podía notar que estaban metidos hasta la médula. La música era aburrida, sin embargo yo bailaba. Andrés y el Cabe se aburrieron pronto de aquel reducto de artificiales estrellas, de aquel pretencioso bailongo tapado de perfumes que solo hablaban de una necesidad y de una tristeza y soledad que a me generaban náuseas. Marchamos. Al emprender el viaje hacia la casa que mi primo y él compartían, donde a pocos metros me robaron el iPhone, el Cabe propuso comer algo en el carro del Kibon, eso hicimos. Después, contra el capó de su Citroën Xara, fumamos el último cogollito de la extensa jornada, eran las 2:48 según el reloj de la terminal de ómnibus. Los reflejos amarillos y azules de las luces de la rambla se mecían plácidamente sobre la quietud del Río de la Plata. Estaba frío. Fumamos y nos pusimos a hablar de amor y de amores y a desahogar nuestras inquietudes. El Cabe siempre se interesaba en mi historia con V, en verdad siempre me preguntaba desde su inmensa e inocente bondad, cómo ne sentía y si había o no novedades. Esta vez él también se soltó y hablamos largo y tendido ya desde adentro del auto. Estoy metido hasta los huevos, repitió mirándo la negrura colorida del agua. Me di cuenta, hermano, le dije, cuando uno está mandando un whatsapp desde el medio de un baile como hacías vos hoy, es porque están pasando cosas, sino ni te acordás del teléfono. Internamente sentía la angustiosa emoción se darme cuenta que V ya no hacía eso conmigo, como sucedió en el verano tantas veces, cuando ella y yo conversábamos a toda hora y desde todo lugar. Ella siempre respondía, a veces tarde pero su sintética virtud de literato, llegaba finalmente a mi iPhone, acompañada siempre de la pequeña lunita que V usaba como estado. Esa noche al parecer también respondió, solo que fue cuando yo ya dormía. De modo que vi su respuesta cerca del mediodía siguiente. Al parecer le había caído mal la broma que le hice en la tarde. Estuve viendo y te pareces a coco echaugüe.
Después, el Masi me dio un aventón hasta el palacio, desde donde abordé un 230 rumbo a Colón. Mi padre se había ido a Carmelo y yo no pude desaprovechar la oportunidad de utilizar las instalaciones para dormir y bañarme. Dejaría todo tal cual lo encontré aunque muy probablemente el rumor de que había estado en la casa llegaría a oídos de mi padre a su regreso, no me importó. Necesitaba desesperadamente un lugar donde dormir y la casa estaba vacía. Fue todo un tema re enfrentar los demonios que dejé a mi partida y la soledad que me aguardaba tras la puerta de la casa me estremeció por completo. Pude dormir con tranquilidad y al día siguiente entre una cosa y la otra, se hizo la hora de aprontarme para ir a cantar. Estaba bien, no hace falta reiterar que en medio de aquellas tenebrosas zozobras, el cantar con la Murga era algo de un valor incalculable para ayudarme a sostener la precariedad de mi estado de ánimo. Así que valiéndose los intestinos y me di un reconfortante baño fresco antes de partir rumbo al festival, la apuesta de concurrir había sido alta y el desafío aparejado era también de gran exigencia y requería la mayor de las concentraciones.
Efectivamente cantamos en el festival cerca de las 22 horas. Se trataba de una dependencia dentro de las Duranas, bajo techo. Un pequeño teatro dónde los asientos eran sillas blancas de plástico y el escenario prolijo, bien ubicado y de excelente proyección sonora, estaba iluminado por luces azules y unas pocas blancas que se descolgaban sobre la tabla negra en la que nos aguardaban tan solo cuatro micrófonos para toda la murga.
La grilla se había desfasado un poco y si bien la convocatoria era para las 20:00, terminamos cantando casi a las 22. Lo importante fue que la murga hizo una presentación memorable. Nunca habíamos tenido tal conexión con un público. Más allá que este no fuera demasiado numeroso, había dentro de la sala alrededor de unas 60 personas, la energía que fluyó entre la murga y ellos fue asombrosa. Cantamos a gusto. Cuando surgió contundente y afinado el acorde final de la presentación, supimos por el caluroso aplauso que la Ternera estaba en el rumbo correcto. Al bajar, ahora sí cantando, la murga recorrió el público y finalizó su maravilloso número, en medio del sincero y atronador aplauso de la gente. Ver las sonrisas y los ojos de quienes me rodeaban, tanto los compañeros como el resto de los que ahí estaban, me generaron una inmensa sensación de plenitud y sobre todo, el antídoto último: la alegría.
El día anterior, en el ensayo del viernes, el Mago nos extendió una invitación grupal a los festejos de su cumpleaños, que tendría lugar en la cantina Millán y Raffo. Al culminar la actuación, la Ternera se dividió. Unos partían al toque de la banda de salsa en la que tocaban Masi, el Negro y Esteban, otro grupo conformado por Sol, la Maga, el Cabe, mi primo y su novia, Andrés el amigo de Cabeza, el Popi amigo de todos, Horacio, Caro con una amiga y yo mismo, partimos para el Millán.
Desde afuera el lugar lucía completamente muerto, no se veían más que unas lóbregas luces pálidas y frías y no se escuchaba más que el lejano rumor de los aires acondicionados de Casa de Galicia. Los fondos del nosocomio daban la escenografía ideal para la estructura de la cantina.
La comitiva constaba de tres vehículos, mi primo a la cabeza y dentro de su camioneta iba su novia Caro, yo y esta amiga que era más sexy que bella y más guerrera que atractiva. Mi primo me encomienda la tarea de ser el explorador. Bajo y meto rumbo hacia el silencio del amplio y largo patio que precedia a la puerta misma de la cantina. Abro apenas la puerta para echar una inocente mirada y dentro: El Lugar. Un vasto y deteriorado salón con una cancha de bochas en el centro, una barra de mármol bastante alta y antigua de unos 9 metros, pocas mesas, un pool andrajoso, una rocola y cerca de una veintena de joven congregados frente a la porción de la barra que daba justo a la boca de un precioso parrillero donde el fuego recién encendido se amigaba con chorizos, tiras de asado y algunos vegetales. Distinguí a nuestro monitor en medio de su murga. Ahí ensayaba Háganse Cargo. Entré y fui a saludarlo, también reconocí a otras personas y a los tres minutos estábamos todos adentro, salió el fernet y el vino y se hizo una modesta vaca pa la rocola y la cumbia empezó a sonar. La cosa se animó enseguida. En una mi primo me encomienda la misión de averiguar que onda con el porro. Yo era su hombre de confianza y sabía que me desenvolvía efectivamente en las interacciones sociales. Fui al Mago y le dije: que onda con el fasito acá, Mago?. Visiblemente a medio entonar me responde, acá todo, todo. Este es un lugar raro.
Gran caño de cogollos, jarras de vino, canciones de moda estúpida que en otros años me hubiesen cercenado las pelotas, ahora me hacían bailar. Me sentía pillo, me había afeitado y estaba brillante, las compañeras me vitoreaban y nos divertimos mucho. En una, Caro, su amiga y Manu, la novia de mi primo se fueron al otro extremo de la extensa cantina a jugar. Al ratito me les uní, nunca fui particularmente bueno en el pool pero tampoco ellas lo eran así que la partida transcurrió trabada y llena de jugadas de dos tiros pero de nuevo fue divertido. Caro también brillaba, bailaba y usaba el taco para cantar. Bailaba muy bien, era fuera de dudas una excelente bailarina. El Dooby, platillero de Háganse Cargo, quien anteriormente nos dio alguna mano ante carencia de platillero, se hacía cargo de la rocola. De pronto los inconfundibles acordes de 840, una canción de Rodrigo que yo francamente adoro, comenzó a sonar. Mi primo y la Caro empezaron a bailar con frescura y elegancia a mi lado, me disponía a acodarme y cantar desde la baranda del pool cuando la amiga de Caro me tomó por sorpresa y me instó a seguirla. La canción fue larguísima, la piba cuyo nombre era Camila, me pegó una agitada digna de una novela. Era rápida, ágil, recursiva y realmente lo estaba disfrutando. Yo me ahogué a los 2:15 de la canción y tuve que dejar el cigarrillo que tenía en la boca para bailar y respirar a la vez, cuando estuve libre me volqué de pleno a la canción y a su ritmo frenético de cuarteto cordobés. Una belleza de canción. Hasta ese momento me hubiese parecido increíble poder bailar así con una mujer y no sentirme ni remotamente atraído por llegar a sus bragas. Sin embargo en ese momento, una cantidad brutal de energía erótica nos sacudía a los dos bajo el mágico manto cascado de la voz del Potro. En ningún momento me planteé seriamente cortejarla en modo alguno ni durante ni después de tan intensa experiencia corporal. Me quedó uno de sus lacios cabellos negros dentro de la boca una vez que me volví a sentar.
Salió parrilla, circulaban los platos con chorizo, pan y asado y se comió lindo. Mi primo y la Manu fueron los primeros en irse, con ellos se iban también Caro, Cami, Manu y el Popi. Horacio se fue al ratito y momentos más tarde nos fuimos el resto. En la puerta de salida el Cabe me pregunta, cómo estás para una vueltita más. Me complica el bondi, le respondí. La cantina era relativamente cerca la casa de Colón. El Cabe insistió, dale Nando, tomamos una más y te quedas en casa tranqui. Acepté, en realidad si bien habíamos tenido un sacudón importante, seguían siendo apenas la 1 de a mañana. Partimos con Andrés en su auto y el Cabeza y yo en su Citroën. El rumbo parecía ser Luis Alberto de Herrera, un boliche llamado 21.
Fuimos y nos tomamos un par de cervezas. A cabecita se lo notaba demasiado pendiente de su celular, inclusive en medio de la atiborrada pista sacaba y mandaba whatsapp. Mariana, la hermana de Soledad fue a otro cumpleaños con su propio grupo de amigos y desde ahí le escribía al Cabe y este a ella sin demoras. Enamorados de manual, sin duda alguna. Su vínculo transmitía pasión romántica por todos lados y se podía notar que estaban metidos hasta la médula. La música era aburrida, sin embargo yo bailaba. Andrés y el Cabe se aburrieron pronto de aquel reducto de artificiales estrellas, de aquel pretencioso bailongo tapado de perfumes que solo hablaban de una necesidad y de una tristeza y soledad que a me generaban náuseas. Marchamos. Al emprender el viaje hacia la casa que mi primo y él compartían, donde a pocos metros me robaron el iPhone, el Cabe propuso comer algo en el carro del Kibon, eso hicimos. Después, contra el capó de su Citroën Xara, fumamos el último cogollito de la extensa jornada, eran las 2:48 según el reloj de la terminal de ómnibus. Los reflejos amarillos y azules de las luces de la rambla se mecían plácidamente sobre la quietud del Río de la Plata. Estaba frío. Fumamos y nos pusimos a hablar de amor y de amores y a desahogar nuestras inquietudes. El Cabe siempre se interesaba en mi historia con V, en verdad siempre me preguntaba desde su inmensa e inocente bondad, cómo ne sentía y si había o no novedades. Esta vez él también se soltó y hablamos largo y tendido ya desde adentro del auto. Estoy metido hasta los huevos, repitió mirándo la negrura colorida del agua. Me di cuenta, hermano, le dije, cuando uno está mandando un whatsapp desde el medio de un baile como hacías vos hoy, es porque están pasando cosas, sino ni te acordás del teléfono. Internamente sentía la angustiosa emoción se darme cuenta que V ya no hacía eso conmigo, como sucedió en el verano tantas veces, cuando ella y yo conversábamos a toda hora y desde todo lugar. Ella siempre respondía, a veces tarde pero su sintética virtud de literato, llegaba finalmente a mi iPhone, acompañada siempre de la pequeña lunita que V usaba como estado. Esa noche al parecer también respondió, solo que fue cuando yo ya dormía. De modo que vi su respuesta cerca del mediodía siguiente. Al parecer le había caído mal la broma que le hice en la tarde. Estuve viendo y te pareces a coco echaugüe.
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