El sábado fue hermoso, el atardecer de cálidos dorados venía a refrescar la agobiante ola de calor que llevaba ya varias semanas instalada en la ciudad. Le escribí entonces, invitándola a casa, ofreciéndole cocinar algo para nosotros y tomar un vino en presencia de un fuego que pensé en encender apropiadamente. Declinó, sin embargo decía que tal vez gustase de ir juntos al tablado esa misma noche, accedí. No hay ni habrá día a lo largo de mi existencia, en que no me arrepienta de haber cedido a esa estúpida propuesta, que finalmente y mucho más lejos que nuestra humana capacidad de premonición, desembocó en au alejamiento definitivo del plano de la vida orgánica.
Si solo hubiese insistido, si solo hubiese ido por ella y con palabras cuidadas la hubiese traído a la seguridad de mi hogar, seguiría con vida, esta noche de vísperas de carnaval, estaría abrazada a mí y yo a ella, y el perfume de su pelo estaría en su cabeza y no como ahora, que está en las flores, los vehículos, el aire ligeramente arbolado de la calle San José y en todo aquello que no es ella. Yo hubiese deseado, hubiese decidido, creí qué, pensé qué... Pero nada de eso sirvió cuando se hizo destino el presente.
Nos encontramos en el centro, ella compraba un helado de limón en un comercio. La distinguí de lejos, llevaba una musculosa blanca y su cabello... Era algo de tanta belleza que aún no la había yo saludado y ya me sentía completamente feliz de compartir aunque sea algunas horas con ella. Partimos hacia el tablado y en menos de lo que la conciencia tarda en contemporizar, ya estábamos ebrios, de alcohol, de medianoche, de carnaval y de ese loco amor inexplicable que me trajo a mí hasta acá y a ella... Bueno, lejos.
Una tras otra las murgas fueron dejando su fragancia en la noche inmensa del Velódromo y a cada hora que pasaba nosotros estábamos más abrazados y el deseo de consumirnos en un fuego de pasión, se hacía más y más impostergable. Cerraba el pizarrón la murga de nuestro amor, la que a través de sus canciones nos definía, la con sus acordes y poesía, delineaba los contornoa difusos de nuestro amor. Estábamos cansados y muy borrachos pero decidimos prevalecer e irnos de último, después de enrojecer de alegría nuestras palmas, al batirlas largamente durante la última bajada. Cerca de las 2 de la madrugada el camión de la murga arribó y le pedí que me acompañara tras el escenario, accedió. Ahí fuimos, saludé al director y se la presenté diciéndole que ella y yo eramos para quienes él componía sus más bellas canciones de amor y le pedí que nos dedicase el espectáculo. El director se mostró complacido y saludándonos, nos dijo que así sería. Ambos fuimos a los baños químicos y enseguida dimos vuelta el escenario y notamos que, dada la alta hora, las sillas preferenciales de la platea se encontraban vacías y como una travesura de niños, nos sentamos bien al medio, en la tercera fila. La vista del escenario era simplemente ideal y nuestro amor se había vuelto una vela, derramando su luz naranja en la noche última. Nada sabíamos entonces, nada sospechábamos entonces. Solo que la murga subió, destilando pura madrugada, dando vueltas de círculo y saltos de Arlequín, pisando la tabla en un despliegue de colores y harapos. Nuestro corazón era en ese instante uno solo. El director cumplió su promesa y nos dedicó por el altoparlante la actuación a seguir. Se lanzó el clarín con su fuego y todo aquello fue un acto de amor tan bello... y nosotros éramos tan bellos, nos sentíamos casi una misma materia, tomados de la mano y recostados uno al otro, a pesar del pesado calor de las 2 de la mañana. Durante la canción final tuvo lugar el clímax sentimental de aquella noche y sí... Lamentablemente la bajada fue símbolo de la muerte más bella que pueden tener dos amantes imposibles, aplaudiendo la fugacidad de su vida en la noche del carnaval. Acto seguido ella susurró en mi oído: "vamos a dormir".
Nos fuimos caminando y entre incontables risas y canciones, nos ibamos frenando a besarnos y abrazarnos de tanto en tanto. Paramos en la puerta de la última pizzería, ella necesitaba usar el baño. Yo aguardé recostado en el murito, la tele ponía VTV, entrevista en vivo con Eduardo Da Luz a los pies del escenario del Teatro de Verano. Pocos minutos después sale ella con una botella verde de cerveza en la mano, que adicionada a las otras dos iguales y a las otras 2 de vino tinto que nos dejó la noche, hacían que el estado de nuestros seres fuese el más primitivo y errático.
Comenzamos a discutir casi por aburrimiento y a cada cuadra por Rivera, la cosa se iba tornando más densa e invasiva, incluso el tono de los vanos reproches y las escenas de micro-celos de ambos, iba en necio ascenso. Cuestionamientos y acusaciones por habernos fallado antes y heridas mostradas con demasiada crueldad. Nos detuvimos en la última esquina a pelear como dos tontos que olvidan que la vida se puede acabar en cualquier momento. Sus ojoa llenos de dolor y rabia buscaban lacerar mis entrañas y lo hacían con dolorosa puntería. Yo comencé a alzar demasiado la voz y en un punto hasta arrojé por los aires la botella verde vacía, que se hizo añicos, como nuestro futuro, en la misma esquina donde ella habia comprado su helado, solo 8 horas antes. Este gesto de rudiementaria agresividad la hizo quebrar para el lado opuesto de mi corazón y me dio la espalda yéndose. Salí detrás de ella dándome cuenta que me había excedido y con intenso arrepentimiento intente pedirle perdón, pero ella fue insensible, se empacó, se culpó, me culpó, decidiendo terminar la velada y el tiempo mágico de nuestra reconciliación. La seguí varias cuadras, rogándole que pasara por alto tanta tontería, pero hasta yo sabía cuán vana era mi súplica. A cuatro cuadras de su casa me detuve y con la más triste de las resignaciones me desvié para venir a mi casa. Lloré durante todo el camino, gritando entre gemidos y ahogos, sentía literalmente que se me desgarraba el corazón, que el dolor me derrumbaba hasta dejarme hecho una sopa de lágrimas y arrepentimiento. Llegué a mi casa y más cansado de lo que estuve nunca jamás, me dejé caer en la cama y entre sollozos, me dormí.
Pocas horas después me tuve que ir a trabajar y lo hice con un dolor de amnesia en el cuerpo, con el corazón de humo, volcado por las costillas. A medio día recibí ese mensaje que cambiaría todo para siempre: "Virginia murió, no hay velorio, no aparezcas", su hermano, quien jamás me había querido, a causa de mi bohemio estilo de vida y las varias discuciones entre ella y yo, tuvo la deferencia de darme la noticia más triste.
Mi alma colapsó y comencé a sentirme volátil y el temblor se apoderó de mi cuerpo por completo. Mi jefe, en la cocina noto la palidez de mi piel y mi estado de desencajada agonía. Me licenció y yo me dejé caer a metros de la puerta, en un llanto de gritos y ahogos que quebró el mediodía de la feria. Mi amigo fue por mí y me llevó a casa para que, en su compañía, se me alivianase el espanto del shock.
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