Una brisa de no sé dónde nos refrescó al llegar a la cara oeste. Casi en un acto reflejo, desmonté para admirar el paisaje con los pies sobre la tierra. Sentí el agradecimiento respetuoso de la yegua al poder disfrutar de aquel panorama liberada y naturalmente. La visión era la que tantas veces tuve en el pasado. El mismo lugar. La misma época del año. El terreno verde y vasto extendiéndose como palmas hacia el horizonte, con los dedos de la sierra tratando de asir las nubes blanquísimas y finas. Cada cosa en su justo sitio desde los inicios de mi memoria. Me tumbé improvisadamente en el suelo, con la espalda en una roca que arrojaba su sombra. Brotó en mi memoria emocional, primero, y luego en la visual, el recuerdo de la primera vez que recibí el golpe de aquella visión de la tierra. Fue la primera vez que monté en Ladiana, justo dos meses después que mi abuelo Máximo me la regaló para mi cumpleaños de 16. Ladiana y yo no nos entendimos desde el primer momento, nos temíamos, o acaso por la incomprensión propia de nuestra juventud, desconfiabamos el uno del otro. Estallé de alegría cuando mi Abuelo me llamó a Montevideo, la tarde de mi cumpleaños, para avisarme que tenía un regalo para mí. Supe instantáneamente de qué se trataba. Pedí a mis padres con toda la seriedad del mundo para poder viajar solo a la sierra esa misma tarde. Me lo permitieron y tras acompañarme a la terminal, partí rumbo a Minas, donde el abuelo Máximo me esperaba en su viejo Ford negro. Al llegar a la casa, un ratito después, bajé precipitadamente y corrí por la casa hasta el fondo, donde mi tía Olga, sonreía de pie, acariciando el cuello de la blanca yegua joven. Su belleza rompía el aire, los ojos gigantes daban miedo, como dos platos grises, planetas de lluvia enganchados a la carne. Se inquietó apenas la palma de mi mano. Se posó en su costado, el abuelo y la Tía se rieron sobresaltados. Yo no quise resignarme a que ella no se sintiera tan reventada de amor ante mí como yo lo estaba por ella. También me reí, pero haciendo uso de la buena condición atlética que tenía en aquel entonces, la monté de un salto, con un movimiento ágil e inesperado. La yegua se llevantó rampando y tratando de quitarme de arriba. Por supuesto caí de ojete, raspándome apenas el antebrazo y clavándome algunas espinas en la palma de la mano. El abuelo Máximo y la Tía, estallaron en carcajadas hasta que les vino tos. Su risa pareció, no obstante, apaciguar a la agitada bestia, cuyos ojos finalmente regresaron al quicio de sus órbitas.
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