Cuando terminamos de comer, hicimos unos 10 o 15 minutos de sobremesa, el abuelo me preguntó por todos los parientes o amigos de la familia que vivían en Montevideo, sin olvidarse ninguno.
En determinado momento me puse de pié y tras ayudar a la tía a remolcar los platos hasta la pileta, con paso relajado pero con determinación y confianza, remonté la cocina, abrí la puerta y me asomé a la mañana celeste, ventosa y límpida de finales de octubre. En medio de incontables matices de verde estaba ella, Ladiana. Con su blancura de manchas grises, viviendo la luz del día precioso y mordisqueando unos brotes de pasto. El abuelo Máximo la había ensillado con una montura de cuero marrón clarito, color tan, recado de corderito y unos estribos redondos como de bronce. Tenía ya sus riendas y su freno y la lacia palidez de su crin bailaba al ritmo del viento seco de la primavera. La imagen fue inolvidable. Aunque ahora, sentado bajo la sombra de una roca en el Cerro Enano, me percato que me había olvidado por completo de la imagen. Me doy cuenta que el recuerdo de mi yegua fue bloqueado de manera sistemática en mi memoria por haber dejado de ser rememorado. Que la vida en Buenos Aires también era, por eso, más triste de lo normal.
Entonces me da como si fuese una ira, como un enojo también triste, tal vez estoy sintiendo una ráfaga de inesperado remordimiento. Me paro, puteo pateando el polvo. Me rasco la cabeza al chocar con la mirada, el celeste impersonal del cielo. Me vuelvo a montar. Ladiana rebuzna. No. No es Ladiana, ahora es la yegua del hermano del vecino del hermano del consuegro de la puta que los parió a todos. Frontera. El sentido de la realidad se me está volviendo desfigurado, se me van las míseras certezas que creía tener. Echamos a andar rumbo a la tarde, bajando, antes de subir, las primeras etapas de la irregularidad. Son todos brujos. Somos todos brujos. La realidad es una cagada. Me empiezo a perseguir con que todavía hay más, con que todavía no termino de acordarme de toda la historia de mi bellísima yegua muerta, mi amada Ladiana. Se murió y yo no me acordaba. Estaba muerta. Se murió a mi lado, en un lugar no demasiado lejos del que ahora transito. Miro el horizonte y así como adivino para dónde ir, me termino de acordar de todo.
Entonces me da como si fuese una ira, como un enojo también triste, tal vez estoy sintiendo una ráfaga de inesperado remordimiento. Me paro, puteo pateando el polvo. Me rasco la cabeza al chocar con la mirada, el celeste impersonal del cielo. Me vuelvo a montar. Ladiana rebuzna. No. No es Ladiana, ahora es la yegua del hermano del vecino del hermano del consuegro de la puta que los parió a todos. Frontera. El sentido de la realidad se me está volviendo desfigurado, se me van las míseras certezas que creía tener. Echamos a andar rumbo a la tarde, bajando, antes de subir, las primeras etapas de la irregularidad. Son todos brujos. Somos todos brujos. La realidad es una cagada. Me empiezo a perseguir con que todavía hay más, con que todavía no termino de acordarme de toda la historia de mi bellísima yegua muerta, mi amada Ladiana. Se murió y yo no me acordaba. Estaba muerta. Se murió a mi lado, en un lugar no demasiado lejos del que ahora transito. Miro el horizonte y así como adivino para dónde ir, me termino de acordar de todo.
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