lunes, enero 19, 2009

Cronicas desiertas pst #4 - Hacia ahí

Pisa cada una de las baldosas con cuidado, siente en la garganta el gusto reseco de la noche anterior, puede escuchar el eco de los disparos repetirse infinitamente en su cabeza y los ojos de los muertos, las manchas de sangre, las salpicaduras silenciosas y el desafiante olor de la muerte. No tenía miedo, no podía darse el lujo siquiera de pensar en algo tan descabellado como sentir miedo, no, definitivamente había cientos de cosas más importantes para él que el miedo a la muerte, sabía que indefectiblemente su turno llegaría y su cuerpo caería, su mirada celeste perdería la luz de un solo golpe y luego el descanzo, la eternidad, el olvido. Pero ahora el Alfa le había dicho que guardara reposo, que descanzara, que se jactara en la soledad de sus lamentos por ser tan buen soldado, por haber acabado por si solo, sin más ayuda que la de una buena dosis de efedrina, con siete de los más peligrosos miembros de una de las más peligrosas facciones de alemanes hijos de puta traidores de la patria que andaban en la vuelta, siempre pensando en tomar el control del país, siempre con la cabeza puesta en tomar el mando de aquella bandera de nadie que ondeaba impavida en lo alto del mastil en el medio de la plaza del país. No mientras yo viva, se decía sonriendo y totalemente confiado mientras caminaba un poco sin rumbo por las calles donde la gente paseaba total y absolutamente ajena a aquellos baños de sangre que se daban casi a diario, ajena a aquella amenaza brutal que un día acabaría por llevarse todo al carajo, pero no mientras él viva. Por supuesto que en los momentos como ese, cuando su pecho inflamado de proposito encontraba un respiro de noche libre, no podía evitar pensar en Kika, pero siempre reprochandose la estupidez de su corazón. Por dios, no era más que un chiquillo, un chiquillo que había matado demasiada gente y en cuya cabeza zozobraban las más alocadas y desaforadas paparruchadas nacionalistas. En determinado momento para un taxi, se sube, le indica al chofer que lo lleve al Infra y comienza a sentir algo que no sentía jamas, una sensación extraña en la boca del estomago que no le producía ni los sesos ni las tripas ni las miradas congeladas de los muertos sembrados por su mano joven. En ese momento, en ese preciso instante se le cae la copa de martini de la mano a Kika, justo en el comienzo de unas de esas fiestas de alta sociedad que no tienen fin. Se le cae de la mano, el trago se esparce violentamente, ella grita asustada, luego ríe, se hace a un lado y sigue conversando con su mejor sonrisa y su sus ojos hermosos.

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