Me pasa que no puedo distinguir quien soy, sentado en la plaza Zabala, a Merced de las nubes y del sol esquivo, me cuesta reconocerme en esta espera como de búho al amanecer. Tal vez sean meses o años, tal vez nunca regrese y me vaya a la tumba con la ferocidad de mi deseo aún viviente entre mis huesos muertos. Comprendo, eso si, que no pude lidiar de manera impecable con la multitud de emociones que me embargaba a su lado, que eché por tierra la ternura extraterrestre de su lecho y que me quebré por sentir demasiado, por creer que valgo más que una molécula de polvo en la vastedad infinita. Craso error, buscar en el país de los partos un oro que en realidad era miseria y destrucción, en lugar de abrir mis alas y mis oídos a la claridad de sus tacitos reclamos de mujer. Comprendo que no estuve a la altura y que una decisión apresurada me ha traído a esta plaza de nadie, a no diferenciarme de esta manada de simios a la suerte del tiempo. Acá estoy y acá me quedo, luchando con rastros de coraje, contra el universo sepia de su ausencia, de su silencio atroz, de saber que ella a su vez, lucha contra mi regreso y reafirma en sus noches de bar, la ventaja de no estar. Aunque internamente sepa que su vientre, que sus caricias, que su paz de mujer libre entristece en secreto y que busca aeropuertos de valentía donde carretear hasta la madrugada. Yo la espero, taimado y sometido a la realidad de esta dolencia y este arrepentimiento que me acalambra la prosa, solamente aferrado a la promesa de las horas de pasar sin tregua.
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