(parte 7)
Entonces desperté, escapando hacia la confortable seguridad de la vigilia y de la mañana, y toda la tempestad de miedos e inquietudes que había padecido momentos antes, durante el encuentro en la plaza, se borraron inmediatamente de mi memoria, dejandome en paz y desapareciendo hasta aquel fatídico momento en que recordé todo de un tirón, ya entrada la tarde. Y ahí estaba, con mi viejo Toyota Tercel rojo, detenido a un lado de la calle Rivera, con las balizas encendidas, entorpeciendo el tránsito y herido hasta el desgarro con la impresión corporal de volver a cuestionarme, ahora como algo inhumanamente cierto, la oferta que me hizo mi amigo durante el sueño.
Sin embargo, un minúsculo soplo de racionalidad se apoderó de mí y puse en marcha el automóvil con destino a la aduana, a la peatonal Sarandí, a enfrentarme cara a cara con mi amigo, el Dr. Valentín Fonseca y darle un punto final a aquella insana incertidumbre que había sido capaz de poner en tela de juicio todo lo que creía saber sobre este mundo.
Llegué antes de darme cuenta y estacioné el auto en Fracisco de Sostoa para caminar hasta la puerta de calle del edificio. Me prendí al timbre con una actitud casi agresiva, como si mi mente buscase una verdad que solo con la fuerza de la determinación y la valentía de sanear el asunto, fuese capaz de encontrar. Nadie atendía, aunque yo seguía tocando. Me puse irremediablemente histérico y sospechoso, otra vez estaba perdiendo el control... Y me estaba dando cuenta. Me rascaba la cabeza, pasando una otra vez las palmas de mis manos por mi cara, y a mis ojos comenzaron a acudir agrias lágrimas de desesperación que me ganaron por completo. Más timbre y más timbre toqué sin obetener respuesta. Unos minutos negros se descolgaron después, hasta que una señora anciana a quien conocía de vista y saludaba a menudo por el barrio, apareció en el hall del edificio y abriendo con llave propia, salió encontrandome. Tuve el tino y la entereza de alma para poder no aparentar toda la vorágine de espanto que me trituraba el estómago y la saludé apelando al último dejo de compostura y sobriedad que poseía.
- Buenas tardes, señora.
- Qué tal joven?
- Casualmente no habrá usted visto al Dr. Fonseca?
- Ay! No querido, hace mas de 15 o 20 días que no lo cruzo, supuse que estaría de viaje. Usted no sabe nada de él?
- Por supuesto... - repuse mintiendo para reprimir un acceso de náusea inducido por un primitivo temor de confirmación.
-El doctor fue a un seminario de cardiología en Mendoza, seguro aún no ha vuelto.
La señora se dio vuelta para ayudar al brazo de la puerta a cerrar, diciendo algo en tono como de queja y forzando su mecanismo automático con la fuerza de su ansiedad, una ansiedad de viejo que tanto conocía yo por la naturaleza de mi profesión. Aproveché ese lento giro de su cuerpo para salir de allí a toda prisa por la peatonal hacia el oeste, hacia la calle Maciel, donde girando a la izquierda apresuré el paso para encerrarme en mi apartamento, intentando en todo momento evitar mirar el vasto reino del Río.
Amarga fue la resaca última de aquella tarde. Mi apartamento sumido en una incertidumbre cremosa, era el escenario peor para el derrame de mi propia ansiedad. Una y otra vez repasaba go las imagenes del sueño y cada repaso me untaba más y peor en la espantosa sospecha... Un lagarto de primaria curiosidad circulaba en mis arterias, más grande que la sangre, indeciso, terminante, cuyas bases fundamentales se apoyaban en algo rotundamente descabellado, algo que hasta aquella vez, no hubiese considerado más que un mal sueño y que ahora me parecía terriblemente real. Tan real que mi cuerpo físico oscilaba en la penumbra de un saber imposible, entre espasmos y escalofríos interninables, una fiebre verde y escamosa que me producía tanta repugnancia como morbosa maravilla.
Lo peor aún estaba por venir, ya que en un momento de la tortuosa meditación, caí en la cuenta que eran las 3:10 de la mañana y que irremediablemente debería dormir si pretendía asistir a la reunión con la gente del laboratorio con quien, no temo ahora confesarlo, me vinculaba un asunto de cifras bastante significativas a mi favor.
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