Estoy en el tablado. La noche bellísima tiene un dejo de tristeza que se me hace eterna, una melancolía anunciando que falta poco antes que la Luna menguante trepe al cielo. El olor del humo y la risa de los niños en la pista enmarcan con justa alegría lo que para ha de ser una noche más del duelo que no termina nunca. Voy a abrir una lata de cerveza que apropiadamente ingresé de contrabando. Estoy solo, yo solo sentado alejado escribiendo. Voy a prender un cigarro y a fumarlo como quien adolesce de lo que ama, como quién padece una maldición siniestra de amores que no son. Voy a ahogar en mi silencio los coros de nuestra murga que acaba de bajar. Ya se fue, no hay ni rastros de su perfume en el tablado de mi alma. Porque hoy la he visto y ella también me vio.
Desperté a mediodía y antes que el apremiante dolor de mi codo, cayó encima de mí, el ardor sangrante del día anterior. La soledad dr mi casa solo admitía los acordes de nuestra murga, cantando desde antiguos carnavales. Todo el tiempo yo canté. Apenas pude comer, guardé en la heladera la mitad de lo que compré para un almuerzo frugal. A las dos de la tarde me llegó un correo de ella. Hablaba de no gastar más balas de plata en esto que ella se empeñaba en catalogar como "no sano".
Me invadió entonces la idea de ir al cementerio a visitar su tumba. No lo pude ni lo intenté combatir en momento alguno. Solo me bañe y me vestí bonito y de claro para que el veneno del luto no fuese tan evidente. Preparé el mate y partí a pié hasta el viejo cenenterio cerca del mar donde descansaba su cuerpo pero nunca su alma. Porque su alma padecía la singular maldición de seguir enganchada a mí. Partí de mi hogar con la certeza que iba a verla. Fui por la rambla temblando como una flor amarilla al viento fresco del verano. De camino, la poesía del carnaval me iba hinchando de grandes bríos y puedo decir que me sentí inmenso, valiente y por completo entregado a los mágicos poderes que dirigían los paranormales acontecimientos en los que ambos nos veíamos inmersos. Partí en busca de una epica de amor nunca jamás contada. Sabiendo a todo momento lo descabellado de mi epopeya. Presintiendo acaso el fracaso asi como preparandome para una victoria del amor sobre la muerte, de una victoria de la luz sobre la oscuridad se todos los miedos. Cuadra a cuadra me iba acercando a la morada de mi amada inmortal, del más intenso amor que padecí en la vida. Marisa Virginia.
Llegué y me senté en la gran raíz dr un árbol que daba frente a su lápida. Le escribí entonces: te vine a buscar. Una hora casi pasó conmigo sentado al sol de Febrero. Nada, la quietud dominaba con lejanos cantos de aves a las cinco y media de la tarde. Yo seguía escuchando nuestras murgas en mis audífonos cuando, y que dios me quite las palabras si no es cierto, la música se detuvo de pronto y quedó en mis oidos el armónico de un silencio aterrador. Mi corazón comenzó a latir fuera de control, casi no podía mantener el dominio de mis procesos respiratorios. La vi. Pasó rápido y se metió como un vapor dentro de su lapida con flores frescas de otros amores. Le silbé y ella no pareció oirme. Me quedé inmóvil, sentado en la vieja y retorcida raíz con el pecho como un terremoto, casi paralizado. Acaso pasaron así o unos 2 o 3 mintuos cuando me paré y me acerqué todo lo que pude a la sepultura. La llamé... Detrás de un ciprés apareció ella, Marisa Virginia, más hermosa que nunca, su pelo negro destruyendo la monotonía de la tarde y de mi vida, sus brazos tiernos, su boca suave y sus ojos... Sus ojos se llenaron de pánico al verme, tuvo un estremecimiento de horror y me hizo que no con su dedo para volver a esconderse tras el ciprés de su tumba. Partí entonces, como espantado en la lentitud de su rechazo, por la angustiosa negación de su miedo, me fui a toda prisa, lento, herido y desgarrado pero también feliz. Nos habíamos mirado. Los ojos chocaron en doloroso espanto. Me partió el corazón su terror, su huida agazapada tras un árbol, su indecisión temerosa que era más fuerte y mas eterna que la vida y la muerte. Me fui. Vine al tablado y antes de entrar le escribí que si sentía miedo de mí, se lo podía sacar de una viniendo hasta mí y comprobando con la libertad de su desconfianza que no soy ningún monstruo y que a mi modo, como pueda y como mejor me salga, la iba a amar y a perdonar siempre. Siempre la iba a adorar y a extrañar con lo más sincero de mi sensibildad de poeta de todo lo que no es y de lo que jamás fue.
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