Debí haberme imaginado que los sueños de zombis estaban anunciando la inundación de mi casa. Pero no lo hice. De modo que grande y amarga fue mi sorpresa, cuando a mitad de la noche, me levanté para servirme un tazón de sopa de tomates, como hago todos los martes de madrugada, y me encontré a mi gata, tratando treparse al mueble del comedor, parcialmente sumergida en un río de agua terrosa que provenía del terreno del fondo. En ese momento lamenté profundamente haber desmantelado la bomba de agua que almacenaba para ese fin, y empleado algunas de sus piezas en la inútil taza de café que decía "buenos días" y que ahora me miraba con aire socarrón desde la mesada de la cocina.
A la mañana siguiente, la melancolía me invadía por completo. Apenas sirvió para despejarme, la llamada que recibí en el momento que terminaba de sacar los esqueletos de bagre que aún permanecían desparramados por el piso. Era Gerbett, diciendo que finalmente se estaba acercando a la fórmula para la cura definitiva del mal aliento. Así que me puse mi mejor deportivo de Peñarol, mi camisa floreada y mis mocasines blancos (que por fortuna y milagro habían sorteado las aguas ennegrecidas) y salí a toda prisa para su casa.
Al llegar, me encontré con su casa vacía. Gerbett no estaba, no atendía mis llamados y ni pista de él había por ningún rincón de la casa, y eso que lo busqué por todos lados, en el baño, en la azotea e incluso bajo los almohadones de cuero rojo capitoneado, donde más de una vez lo había encontrado, escondido de sus propias ideas paranoides. De modo que me serví un buen vaso de Monkey Shoulder y terminándolo de un trago, me volví a pie a mi casa. Al llegar volvió a sonar el teléfono, era mi amigo. -- Dónde estás? Te busqué por todas partes, pedazo de imbécil.
- Por todas partes no. Te olvidaste de buscar dentro del ropero de mi cuarto.
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