La fortaleza de la noche, sepulcro abismal para la ansiedad sin límites del espíritu. Vuelvo de la Ciudad Vieja con un pesado colgajo alrededor del cuello, creo que es el peso del sancocho de los sucesivos tiempos e historias, la agotadora multiplicidad de los meses donde viví. Me encuentro junto a amigos del pasado, junto a mi abuelo guardando el auto dentro del fantasma de un parking reconstruido. Vuelan los cuervos de la realidad, atracando el pecho, copando una a una las múltiples terrazas de mi alma. Soy de nuevo, reitero las condiciones en las que me he formado como en un espiral mutilado de pétalos cansados. Me arranco del muslo el cuchillo de los ensueños, corro el velo del enigma y me encuentro desnudo, frente al espejo de todas las cavilaciones que me robó el alcohol. Extraigo de a una las espinas de pescado que me han puesto palos en la rueda del pensamiento. Parece que hay un secreto, escondido en la profundidad de las ruletas, un juego de dardos, de naipes trucados en los que el único vencedor es el tiempo mismo, que se lleva de a racimos la certeza destructiva de los seres que habitan la constelación vasta de este merecimiento.
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