Desperté en el colmo de la ansiedad, con el pecho oprimido. El día cálido para agosto, era radiante y la bajante en el río de la plata formaba como un espejo en la bahía. La noche barrió bajo mi alfombra las más cuidadas palabras y lo que quedó fue solamente el mito, la leyenda de su voz flotando entre mis brazos. El vacío, la desolación y el horror de un olvido que no llegaba nunca. Estaba casi seguro que aquel lunes V retornaba al país y yo lo podía constatar en la vaga intensidad del mediodía, en mi sangre licuada por una espera estéril que llevaba casi dos meses.
Luchando contra este sentimiento tortuoso, decidí retomar la historia insólita del mes de marzo. El día 3 llegué de la casa de Andy en taxi a lo de la abuela, ella acababa de partir al otro mundo y la familia se congregaba en torno a la puerta. Papá se aproximó al taxi y contuvo mi abrazo y el desconsuelo de mi alma quebrada. El cielo estaba despejado. Recuerdo imborrable el del abrazo de mi padrino, quien parecía acabar de entender cuán importante y querida era la vieja para mi y en su sentida contención sentía yo, a su vez, su dolor de hijo mayor igual que él el mio de nieto mayor.
Mi hermana Tamara y mi tía Lourdes, que vivía en la casa de arriba, fueron las que la acompañaron en su salto a lo desconocido. No se fue sola ni de noche. Tamara tenía 17 años y aún hoy no puedo imaginar el espanto que le causó tal cercanía con la muerte. Días antes la abuela tuvo un episodio desagradable, por la noche salió de su cuarto asistida por su inseparable andador y quedó parada, estática junto a la puerta. Papá y yo veíamos la televisión. Cuando nos percatamos de su presencia nos pusimos de pie para ver que ocurría. El sudor brotaba de su frente y su maxilar inferior castañeteaba sin control. Le hablé, pero no respondió. dónde vas, le pregunté pero su mirada perdida me fue indiferente. Se orinó sobre la marrón cerámica del suelo e inmediatamente se desvaneció en mis brazos. Papá corrió a llamar una ambulancia y ella quedó en mis brazos, inconsciente y pálida como una vieja flor, marchita y a punto de caer de la planta. Yo quedé profundamente conmocionado así que no comprendo como Tamara resistió el embate final de la fuerza que terminó de arrebatarle. Esa vez quedó internada y fue dada de alta a la noche siguiente. Su tiempo restante sobre esta tierra era muy poco entonces. Padecía hipertensión, problemas cardíacos, reuma y un sobrepeso importante pero los doctores desestimaron sus síntomas y la liberaron. La familia entera confió en su recuperación y los últimos días de su vida transcurrieron con normalidad.
Su último día entonces, estábamos reunidos todos junto a la puerta y llorabamos. Cuando yo llegué ya se la habían llevado. Sería difícil describir la tierna amargura que invadía la casa, la incertidumbre que amenazaba al futuro. La tarde... El vacío, el rastro de la muerte dejó una canción sombría y la tarde se cristalizó en un silencio nuevo.
Como a las 18 me escribió V, quien recién recibía el mensaje con la noticia y me reconfortó con sus condolencias, arreglamos para vernos un ratito. Aunque no lo puedan creer también en ese momento la relación era inestable y ella aclaró que nos veríamos solo un momento y sólo para darnos un abrazo, acepté aduciendo que mis amigos me esperaban con una botella de whisky para acompañar mi duelo durante las horas de la noche.
Subí el repecho de la calle Vigodet con el ocaso a un costado y el corazón en un hilo. Me detuve en el bar de siempre a tomar una grapa y después un bus hacia la plaza de los bomberos dónde quedamos en encontrarnos. Verla a ella en ese momento era lo único que podía hacerme pausar el dolor que me oscurecía. Viaje en un 102 por 8 de octubre, como siempre congestionada, dura, baja e ingrata, fea. Caía finalmente la noche cortina, se iba el último día de mi abuela sin detenerse, simplemente cayó la noche sobre Montevideo y todo lo sucedido quedaba para siempre apresado en el dominio del pasado.
Me baje en 18 de Julio y caminé hasta la plaza de los bomberos con la mente obnubilada y los ojos perdidos del copioso llanto evaporado. Cuando la vi, su visión me iluminó y me derrumbó a su vez. Era simplemente hermosa, su cabello caía con perfección sobre su campera de Jean, tenía un libro apoyado en la falda y cuando me vio lo guardo para pararse y fundirse en un abrazo que me provocó un alivio y una serenidad indescriptible, oler su alma, sentir su latido, la presión justa con que sus brazos me sostenían en aquel lodazal de desencanto, abrazarla, era simplemente la sensación física más sobrecogedora que podía experimentar. Tomamos asiento y fumamos un cigarro. Conversamos un poco y ella sugirió que tal vez debí haberme quedado en casa acompañando a mi padre y mis hermanas, pero yo francamente no podía, tenía que salir de la casa para preservar lo último de integridad emocional que poseía, que era además apuntalada por aquel abrazo sin tiempo en la plaza de los bomberos.
V sugirió tomarnos una y le dije que si, a los pocos minutos estábamos sentados en una mesa de afuera en un bar en la esquina de dos calles que ahora no puedo recordar. La verdad es que estaba completamente abstracto, V hablaba y hablaba sobre no se que cosa, con la mejor intención de distraer mi cabeza pero la realidad es que me hizo sentir un poco incómodo. A la tercer cerveza mi corazón había acabado de derretirse y mis rodillas temblaban ante la hipnótica hermosura de aquella morocha de ensueño que con su sola presencia me rescataba del profundo abismo que la vida había colocado ante mis pies.
Nos fuimos y en el camino el deseo nos invadió con una intensidad escapada de cualquier lógica y nos tuvimos que parar a besarnos con desenfreno, apoyé mi cuerpo contra el de ella para que pudiera sentirme por completo y cada vez más la.urgencia nos dominaba.
Prácticamente subimos corriendo la escalera de su casa y nos amamos sin recato, nos entregamos con la convicción absoluta de los amantes, nos arqueamos y nos quebramos en un ritual sagrado de sanación. Hacer el amor con V pocas veces fue un acto meramente carnal y siempre se manifestaban en nosotros los más primitivos motivos de humanidad. Nadie en el universo hubiese sido capaz de afirmar que ella y yo no teníamos algo único y verdaderamente mágico. Me durmió en sus brazos y se entregó a mi con totalidad para que yo pudiese acurrucar en su pecho, el consuelo más profundo que existía para el caso.
El amanecer nos descubrió abrazados y sonó inevitablemente el tono de su despertador, nos levantamos y fuimos hasta la parada de ejido y Paysandú en un taxi, ahí compramos de desayunar y juntos tomamos un tala-pando que la llevaba a su trabajo y a mi al velorio en la funeraria de 8 de octubre y Pascual Paladino. En el viaje ella se veía aún más bella que la noche anterior, con un cardigan blanco y sus labios húmedos y demasiado apetecibles. En el camino V aprovechó para recordarme que en 20 días se iba por casi dos meses a trabajar a Norteamérica y que quizás era aquel el momento para dejar de hablarnos, no considerando oportuno su comentario le.propuse no volver a escribirle y que ella se abstuvieron de leer este mismo blog, donde desde donde hacia varios meses todas y cada una de las letras escritas estaban y están dedicadas a ella. V comprendió la trampa y adivino que se trataba de un negocio inviable, aun así insistió que era el mejor momento para poner punto final a la no relación.
Luchando contra este sentimiento tortuoso, decidí retomar la historia insólita del mes de marzo. El día 3 llegué de la casa de Andy en taxi a lo de la abuela, ella acababa de partir al otro mundo y la familia se congregaba en torno a la puerta. Papá se aproximó al taxi y contuvo mi abrazo y el desconsuelo de mi alma quebrada. El cielo estaba despejado. Recuerdo imborrable el del abrazo de mi padrino, quien parecía acabar de entender cuán importante y querida era la vieja para mi y en su sentida contención sentía yo, a su vez, su dolor de hijo mayor igual que él el mio de nieto mayor.
Mi hermana Tamara y mi tía Lourdes, que vivía en la casa de arriba, fueron las que la acompañaron en su salto a lo desconocido. No se fue sola ni de noche. Tamara tenía 17 años y aún hoy no puedo imaginar el espanto que le causó tal cercanía con la muerte. Días antes la abuela tuvo un episodio desagradable, por la noche salió de su cuarto asistida por su inseparable andador y quedó parada, estática junto a la puerta. Papá y yo veíamos la televisión. Cuando nos percatamos de su presencia nos pusimos de pie para ver que ocurría. El sudor brotaba de su frente y su maxilar inferior castañeteaba sin control. Le hablé, pero no respondió. dónde vas, le pregunté pero su mirada perdida me fue indiferente. Se orinó sobre la marrón cerámica del suelo e inmediatamente se desvaneció en mis brazos. Papá corrió a llamar una ambulancia y ella quedó en mis brazos, inconsciente y pálida como una vieja flor, marchita y a punto de caer de la planta. Yo quedé profundamente conmocionado así que no comprendo como Tamara resistió el embate final de la fuerza que terminó de arrebatarle. Esa vez quedó internada y fue dada de alta a la noche siguiente. Su tiempo restante sobre esta tierra era muy poco entonces. Padecía hipertensión, problemas cardíacos, reuma y un sobrepeso importante pero los doctores desestimaron sus síntomas y la liberaron. La familia entera confió en su recuperación y los últimos días de su vida transcurrieron con normalidad.
Su último día entonces, estábamos reunidos todos junto a la puerta y llorabamos. Cuando yo llegué ya se la habían llevado. Sería difícil describir la tierna amargura que invadía la casa, la incertidumbre que amenazaba al futuro. La tarde... El vacío, el rastro de la muerte dejó una canción sombría y la tarde se cristalizó en un silencio nuevo.
Como a las 18 me escribió V, quien recién recibía el mensaje con la noticia y me reconfortó con sus condolencias, arreglamos para vernos un ratito. Aunque no lo puedan creer también en ese momento la relación era inestable y ella aclaró que nos veríamos solo un momento y sólo para darnos un abrazo, acepté aduciendo que mis amigos me esperaban con una botella de whisky para acompañar mi duelo durante las horas de la noche.
Subí el repecho de la calle Vigodet con el ocaso a un costado y el corazón en un hilo. Me detuve en el bar de siempre a tomar una grapa y después un bus hacia la plaza de los bomberos dónde quedamos en encontrarnos. Verla a ella en ese momento era lo único que podía hacerme pausar el dolor que me oscurecía. Viaje en un 102 por 8 de octubre, como siempre congestionada, dura, baja e ingrata, fea. Caía finalmente la noche cortina, se iba el último día de mi abuela sin detenerse, simplemente cayó la noche sobre Montevideo y todo lo sucedido quedaba para siempre apresado en el dominio del pasado.
Me baje en 18 de Julio y caminé hasta la plaza de los bomberos con la mente obnubilada y los ojos perdidos del copioso llanto evaporado. Cuando la vi, su visión me iluminó y me derrumbó a su vez. Era simplemente hermosa, su cabello caía con perfección sobre su campera de Jean, tenía un libro apoyado en la falda y cuando me vio lo guardo para pararse y fundirse en un abrazo que me provocó un alivio y una serenidad indescriptible, oler su alma, sentir su latido, la presión justa con que sus brazos me sostenían en aquel lodazal de desencanto, abrazarla, era simplemente la sensación física más sobrecogedora que podía experimentar. Tomamos asiento y fumamos un cigarro. Conversamos un poco y ella sugirió que tal vez debí haberme quedado en casa acompañando a mi padre y mis hermanas, pero yo francamente no podía, tenía que salir de la casa para preservar lo último de integridad emocional que poseía, que era además apuntalada por aquel abrazo sin tiempo en la plaza de los bomberos.
V sugirió tomarnos una y le dije que si, a los pocos minutos estábamos sentados en una mesa de afuera en un bar en la esquina de dos calles que ahora no puedo recordar. La verdad es que estaba completamente abstracto, V hablaba y hablaba sobre no se que cosa, con la mejor intención de distraer mi cabeza pero la realidad es que me hizo sentir un poco incómodo. A la tercer cerveza mi corazón había acabado de derretirse y mis rodillas temblaban ante la hipnótica hermosura de aquella morocha de ensueño que con su sola presencia me rescataba del profundo abismo que la vida había colocado ante mis pies.
Nos fuimos y en el camino el deseo nos invadió con una intensidad escapada de cualquier lógica y nos tuvimos que parar a besarnos con desenfreno, apoyé mi cuerpo contra el de ella para que pudiera sentirme por completo y cada vez más la.urgencia nos dominaba.
Prácticamente subimos corriendo la escalera de su casa y nos amamos sin recato, nos entregamos con la convicción absoluta de los amantes, nos arqueamos y nos quebramos en un ritual sagrado de sanación. Hacer el amor con V pocas veces fue un acto meramente carnal y siempre se manifestaban en nosotros los más primitivos motivos de humanidad. Nadie en el universo hubiese sido capaz de afirmar que ella y yo no teníamos algo único y verdaderamente mágico. Me durmió en sus brazos y se entregó a mi con totalidad para que yo pudiese acurrucar en su pecho, el consuelo más profundo que existía para el caso.
El amanecer nos descubrió abrazados y sonó inevitablemente el tono de su despertador, nos levantamos y fuimos hasta la parada de ejido y Paysandú en un taxi, ahí compramos de desayunar y juntos tomamos un tala-pando que la llevaba a su trabajo y a mi al velorio en la funeraria de 8 de octubre y Pascual Paladino. En el viaje ella se veía aún más bella que la noche anterior, con un cardigan blanco y sus labios húmedos y demasiado apetecibles. En el camino V aprovechó para recordarme que en 20 días se iba por casi dos meses a trabajar a Norteamérica y que quizás era aquel el momento para dejar de hablarnos, no considerando oportuno su comentario le.propuse no volver a escribirle y que ella se abstuvieron de leer este mismo blog, donde desde donde hacia varios meses todas y cada una de las letras escritas estaban y están dedicadas a ella. V comprendió la trampa y adivino que se trataba de un negocio inviable, aun así insistió que era el mejor momento para poner punto final a la no relación.
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