viernes, septiembre 02, 2016

XXXIX

     Esa mañana de agosto, desperté en el sillón de mi casa. La noche anterior la dediqué a escuchar varios audio-cuentos de H.P. Lovecraft. Últimamente, a falta de buen material en la biblioteca de la familia, se me tornó un hábito, acceder a la literatura desde ese lado más auditivo. Gustaba de tirarme en la oscuridad y en el silencio apenas turbado por ladridos, escuchar larguisimas lecturas en mis auriculares, desde YouTube. Aquella noche fue el turno de Lovecraft, como decía, y en la oscuridad del Living, en la relativa incomodidad del sillón, pues a mi cama casi nunca llegaba el suministro de wifi, me dejaba ir en los horrorosos relatos del maestro y entregaba mi mente a los pormenores de sus demonios, sus adjetivos repetidos en macabra procesión, me estremecía ante las bocanadas de nauseabundo terror y de tanto en tanto, caía presa de fugaces somnolencias, tras las cuales pasaba para atrás el audio y retomaba la lúdica experiencia. 
   Fui al baño al despertar, pero para mi horror y como salido de uno de esos terribles relatos, la puerta del fondo de casa estaba cubierta de moscones, si, decenas de estos insectos reposaban sobre el vidrio de la puerta y varios de ellos volaban en torno, ocasionando un pesadillezco zumbido. Mi espanto fue tal que luego de rodear la casa para abrir desde el exterior la mencionada puerta, comencé a buscar un cadáver en la casa, afortunadamente no encontré ninguno, tampoco una fuente de algún olor putrefacto que pudiese haber convocado semejante número de aquellos monstruosos insectos. Nada. Lo que más me intrigada era como mierda lograron colarse en la casa semejante número de aquellas inmensas moscas. Cuando me calmé hice café y me llamó David, que estaba en tres cruces, que fuera que Gabriel iba y que nos íbamos a juntar para borrar el recuerdo de la última y narcótica reunión. Afuera el día de finales de agosto era en verdad bastante caluroso y no había en el cielo rastro de nube alguna. El viaje en ómnibus de hecho fue tortuoso ya que la gente amontonada exhalaba un vaho ácido al calor del mediodía. Yo sudaba en el último asiento y por fortuna estaba recién bañado. 
    Nos encontramos con Gabriel y David en la plaza del entrevero. Estaba absolutamente atiborrada de gente, el clima era todo primaveral y el aire vestía el perfume cálido de esa época y ya las primeras y mortificantes pelusas de los plátanos, auguraban dramáticos contratiempos en los que como yo, padecíamos alergias. 
    Mi plan era intentar cobrar en Agadu, algún dinero correspondiente a la ejecución de alguna de las canciones que tenía en coautoría con Cary, magra sorpresa me llevé cuando me informaron que en los dos últimos meses, mis beneficios ascendían a cero pesos. Salí de las oficinas, mis amigos aguardaban afuera y con ellos nos fuimos hasta la plaza 1 en la aduana. Nos sentamos en la sombra fresca y bebimos agua mineral, fumamos un porro y contamos historias del pasado.
     A la noche el ensayo en el recoveco, llegué primero y al rato llegó Juan, un compañero de la murga que fue el último en incorporarse al equipo. Conversamos largo y tendido antes que llegarán los demás integrantes. No se bien como ni por qué pero me hallé contándole casi toda la trama de 1984, aquel libro de Orwell que escuché atravez de 10 horas de audiolibro. Juan parecía de lo más interesado y colaboraba con acertadas preguntas y claras observaciones. Más allá de eso no hubo en el ensayo nada memorable, salvo las múltiples ausencias debidas al fin de semana largo que proponía el aniversario de la Independencia, durante el cual mi primo, el Cabe, Camilo y Matías se fueron al interior en busca de unas breves vacaciones de mitad de año.
    Lo que sí fue memorable fue la postre en el Piropo, donde casi todos participamos y como era ya casi habitual, también cayeron otros conocidos, entre ellos el padre del Masi, quien se colgó a cantar un sartal de clásicos junto a nosotros, en el vértice de la medianoche, en los últimos dobleces del cálido día de Agosto, cuyo cielo durante las horas de luz fue especialmente despejado y que ahora, cerca del sábado se encapotaba rápida y ferozmente. 
       0:30 llovía torrencialmente y 0:45 caía granizo en abundancia, gruesas pelotas blancas se precipitaban de forma abundante y aporreando todo el paisaje circundante del bar. Los pocos que quedábamos nos refugiamos en el umbral del bar, bajo el resguardo parcial pero suficiente de la roja marquesina. 
     La embriaguez era pesada y entretenida en aquellas dos de la mañana, el mundo atronaba bajo el amasijo de truenos y lluvia vertical. Aproveché el momento de intimidad con los pocos compañeros que quedaban para ofrecerles mis disculpas por la pésima participación en la noche del festival y confesarles, con la elocuencia propia de mi estado, que posteriormente padecí bastante el hecho de haberme sentido en falta con el grupo. Afortunadamente todos ellos se mostraron muy receptivos y entre risas y gestos de leve pena por ver que mis disculpas de borracho eran, el fondo, mortalmente serias y desestimaron el error con frases de camaradería, confirmando además, lo mismo que me salvaba de permanecer desilusionado al respecto: por lo menos fuiste. 
      El regreso a casa fue ciertamente duro y agotador, esperando el bus bajo la lluvia y los rayos de la famosa tormenta de Santa Rosa. Cuando bajé, era tardísimo y como la mañana fue tan cálida y despejada, yo no había llevado campera, de modo que una gran pesadumbre y resignación sentí cuando vi que en la terminal Colón, la tormenta no solo no había arreciado sino que se debatía con toda su furia. Caminé al resguardo de los techitos de la terminal y me resguardé donde sabía que era posible captar la señal gratuita de wifi que allí existía. Más temprano, en el fragor aún alegre de la borrachera, le escribí a V quien según pude saber más tarde, a diferencia de lo que yo pensaba durante esos días, vacacionaba con su madre en Colombia y no trabajaba en Norteamérica como yo pensaba en un principio. Recibí su respuesta entonces, bajo los violentos brazos de la tormenta eléctrica, decía, en respuesta al mensaje que le escribí más temprano: mucha información para recién llegar a Montevideo en medio de esta tormenta. Estuve tan cerca de ella... nunca lo supe hasta entonces... Bajé por Victoriano Álvarez hasta casa, donde llegué absolutamente empapado y henchido por una mordaz melancolía. 

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