sábado, agosto 27, 2016

XXXVIII

            Entonces la realidad se rebeló contra los pronósticos de mi alma. Me había escrito, finalmente abrió las puertas de su corazón misterioso dejando lugar al dichoso reencuentro de cuyo relato no he podido hasta ahora, escribir palabra alguna. Sí, recién hoy tuve la suficiente cantidad de voluntad como para emprender la tarea de narrar la más intensa noche de perro loco amor, esa colisión de pesados trenes sentimentales bajo el negro firmamento de Palermo. Cerca de Isla de Flores y de esa parte tan bella de la rambla, Desconfiada por la vigilante embajada de los Estados Unidos de Norteamérica.
           12 de Agosto. Después de una intensa tarde plagada de lóbregos sucesos, cuando la noche comenzaba a tornarse madrugada, yo me hallaba en la esquina de su casa esperando que se fuese su hermano, quien estaba realizándole una fugaz visita. Después de una trabada y larguísima parodia de debate filosófico que mantuvimos horas antes, se concretó el encuentro en su casa. Finalmente la magia de las canciones que la llamaban con insistencia desde mis labios, surtió efecto. Esperaba muerto de nervios y tan tensionado como un ser humano era capaz de estar. Pasaron tres o cuatro minutos y yo parado en la esquina, bajo el flaco brazo del resplandor naranja que bajaba desde el alumbrado público. Su hermano finalmente salió de la casa y lo vi partir por isla de flores rumbo oeste, se iba con una pequeña perrita que me causó ternura. Mi corazón se sacudía en mi pecho como un sismo inagotable. Me acerqué y toqué timbre.  Apareció su silueta recortada en la ventana… y la abrió, me arrojó las llaves y subí. No pude distinguir si sonreía, pero por un instante me pareció que no. Abrió la puerta y me miró con esa  intensidad tan particular que me desarmaba por completo y me hacía sentir realmente vivo pero vulnerable.  La miré sonriendo, disfrazando la histeria inflamable que corroía mi interior, con una amplia sonrisa. Me hizo pasar adentro, el olor de su hogar se me hacía en la nariz, la fanfarria de un incalculable triunfo sobre la adversidad, sobre el tiempo sin tregua en el que tanto la extrañé, sobre las más frías noches del invierno, cuando creía tristemente, que no volveríamos a compartir el tiempo mágico de la madrugada. Si hasta el momento antes de ella escribirme esa misma tarde, conservaba yo algún tipo de remotas esperanzas, estas tenían como estimación para su concreción (y siendo optimista), unos cuatro o cinco meses más adelante y con mucha suerte, jamás preví el giro que tuvieron los acontecimientos y sí, recién ahora me siento con la capacidad de poder repasarlos y relatarlos casi abiertamente.
                 Ahí estaba entonces, sentado a su mesa, tomando su vino, fumando uno de sus cigarrillos nevada como lo había determinado en mis más tenaces fantasías, escuchando sus historias de Norteamérica, sus noches de farra, la aventura vertiginosa de sus vuelos y las noches sin dormir con el grupito de uruguayos que la acompañaba. El pibe que la recibe en el hotel, según ella, el puto más lindo del mundo, que lo quedás mirando y decís, qué lindo verte,  pero putazo, puto puto. Que justo era la semana de la diversidad y claro, cómo no, nunca lo había hecho antes pero me chuponié tres minas, contaba V con su sonora vociferación salpicada de roncas y voluminosas carcajadas. Contaba también que habían allá, muchos más uruguayos que la última vez que viajó, en junio y que la pasaron de fiesta, o sea, que ella tenía que romperse el culo 10 horas trabajando en la agencia, pero que luego se quedaban toda la noche chupando alcohol con este alegre grupo de colegas compatriotas, junto a  los que la farra, con regularidad se extendía hasta las seis de la mañana. Pensé que cerraban más temprano los boliches allá, agregué yo como al pasar y ella dice que sí, que cierran a las tres pero que la gracia era seguirla en las casas. Ilógicamente las imágenes de la piba que amaba que yo me figuraba ocurriendo en este contexto, erizaban mi piel y me hacían temblar las rodillas.
                Una hora y media más tarde, V me estaba llevando al chulo a cantar con la murga a pesar que me había determinado a no concurrir. El aviso de mi inasistencia fue comunicado en las últimas horas de la tarde, pero a V le parecía y con una importante cuota de razón, que dadas las características de mi estado de ánimo, iba a ser mucho más saludable si salíamos de la intimidad de su apartamento. Mandé Whatsapp al grupo de la murga para conocer el estado de situación, faltan tres murgas y vamos nosotros, me respondió Sol. Consideramos que si nos apresurábamos en salir, era posible llegar a tiempo para que pudiese cantar. El argumento de ella era bueno y definitivamente necesitaba yo tomar un poco de aire fresco. Cuando nos dispusimos a salir, le dije que prefería dejar mi mochila en su apartamento, si total volveríamos juntos a la casa para ir a la cama. El ceño de V cambió de posición notoriamente y con determinación, ordenó que me llevara la mochila porque no, porque de ninguna manera me iba a quedar a dormir con ella. Pero me quedo despierto, dije en tono de broma. Insistía ella que no, que no Fer, no te vas a quedar y listo. Con una risa malévola e inducida por los puros nervios, me acercaba a ella y juntábamos nuestras narices con cariño, mirándonos largamente en una infantil dinámica de “no-si-no”. No te vas a quedar, no dejes a nada acá, Fer.Y así… después de uno o dos minutos de divertida diferencia cedí, recogí las pocas pertenencias que había llevado y pusimos rumbo Amezaga y Joaquín Requena, cuando salimos me llamó el Cabe para decir que me apresurara a llegar cuanto antes, porque la grilla se nos venía arriba.
                Fuimos caminando hasta 18 y Magallanes y ahí nos tomamos un taxi. Eran las 2 y tanto de la madrugada y traíamos entre las ropa una botella de vino de la casa que ella aseguraba tenía algo así como una leve efervescencia.
           Mis compañeros se alegraron de verme llegar, sus abrazos y sonrisas eran algo verdaderamente digno de recordar. Yo avisé, varias horas antes que no tenía la energía suficiente para concurrir y era muy cierto, lo demostré sobradamente luego de cambiar de opinión y asistir con V de todos modos y en aquel estado y más que nada demostré lo mala idea que fue cantar, a la hora de ejecutar mi pequeño solo en la presentación. Fue desastroso, erré el tiempo por apurarme a largar y de inmediato la voz se me perdió en el eco del error, desperdiciando dos de los cuatro versos del solo con un balbuceo fuera de tiempo y con sonido a pánico. Gracias a la indicación tranquilizadora de mi primo, el director, pude recolocarme casi al final y tener la dignidad de al menos, colgar la última nota. No poseía ni la concentración, ni la energía para hacerlo bien. Como clara señal, antes que nosotros subió una murga que andaba muy bien, La Perica. Cantaban como los dioses, era un puto placer escucharlos y hubiese preferido quedarme escuchándolos que salir a cantar. V estaba en el público. Yo estaba ido. Blindado de los oídos, abrumado por otras miles de impresiones centelleantes, completamente desconcentrado y por supuesto sin calentar la garganta, pero eso sí, con una cantidad de vino en el estómago suficiente como para adormecer por quince o veinte horas a un pequeño enano abstemio. El resto del nuestro espectáculo, luego del error que para peor se diluyó en una irregular y poco lucida actuación de la murga en su conjunto, me limité a cantar un poco fuera del rango de alcance del micrófono y a desear con toda el alma que aquel suplicio acabase de una vez por todas. Era la segunda vez en mi vida que padecía estar haciendo murga. Era algo abominable. Comprendí en ese instante una gran lección: por más ensayo que tuviese el número, nunca sale de forma automática y es vital, clave absoluta al determinar el éxito o el fracaso, la calidad de la concentración que se ha podido ahorrar durante el tiempo previo de la ejecución. Me envalentoné y perdí, sin embargo me quedaba la mezquina recompensa de haberme lanzado, de haber creído e incluso, aunque de mala manera, intentado, cualquier hecho artístico involucraba una altísima cuota de riesgo.
                Cuando culminó el repertorio, V y yo estábamos ya totalmente borrachos. Bailamos solos, frente a la barra del chulo, alejados de la parte del local donde se acumulaba la gente, estábamos ella y yo, abstraídos del universo, bailando solos los dos bajo varios grupos de luces de colores que giraban dándole al salón, una atmósfera de ensueño. Tres o cuatro parroquianos apoyados en la barra nos miraban con aire incrédulo y curioso, fuimos el puto show de la noche, mejor que todas las murgas, más intensos que todas las estrellas, más enamorados que cualquier otra cosa viviente en la ciudad. El hecho en sí mismo tenía una carga de total romanticismo, aquel reencuentro, nuestro estado, dejarnos ver ante todos como una pareja de enamorados de cuya existencia se debería tener algún conocimiento y sin embargo no, nadie sabía nada. Mis amigos, de no ser por mi primo y su novia, jamás la habían visto antes. Ella, yendo contra su estilo, según decía, de no mostrarse en público en la intimidad de la compañía masculina casual, hablaba ahora con el Cabeza, con Caro, con Maru en la puerta del Festi y elogió con admirada sinceridad a Marcelo, que verdaderamente había sido uno de nuestros mejores representantes sobre las tablas  esa noche. Me daba la impresión que V exageraba un poquito su estado de embriaguez para permitirse aquellos excesos de demostración afectiva que evidentemente no solo no podía evitar sino que sin lugar a dudas disfrutaba enormemente junto a mí, al igual que yo a su lado.
                No podría calcular con exactitud cuánto tiempo bailamos en aquel lugar de ensueños, cada tanto ella me corregía y me reencausaba a seguir sus movimientos. Siempre fui bastante duro para bailar, pero con ella era todo totalmente diferente, las leyes del mundo afectaban la realidad de un modo extraño, como los rayos de sol que dan cerca de los polos. En cierto momento mi estómago, ya cansado de toda la tensión soportada durante el día y el vino, me dio la señal para partir y le pedí a V que me acompañase afuera. Salimos y ella dijo en mi oído, vamos a dormir.  Nos abrazamos nuevamente, fuimos bolas de luz embalsamadas por la embriaguez narcótica, elevados a un plano superior de la existencia por la fascinación de un reencuentro tan largamente aplazado,  íbamos amarrados por un sentimiento de inexplicable pertenencia. Sus ojos, madre mía, que belleza. Me es muy difícil de bajar a palabras la sensación de calma y bienestar que me producía su compañía.
                Partimos rumbo a la madrugada, tomados de la mano, abrazados, totalmente entregados el uno al otro y a las pocas cuadras tomamos asiento en el cordón de la vereda, en el nacimiento de una calle empedrada que era el marco ideal para aquella charla de borrachos amantes. Cada tanto ella clavaba sus ojos en los míos y con un hondo suspiro me decía: Te odio. Era verdad, me odiaba por quererme así, lo sé porque también a mí me atacaba la locura de aquella extraña ambigüedad mientras la noche nos regalaba su encanto primitivo y ella y yo lo abrazábamos juntos y lo devolvíamos con cada roce furtivo de nuestros cuerpos, en cada gesto.
           Volvimos a su casa caminando emocionados, riéndonos, peleando tiernamente y pelotudeando por 18 de julio, en el camino ella paró a comer una mega súper hamburguesa en el carro de Mariana, la disfrutó muchisímo y yo la molesté diciendo que, por lo poco que ella comía habitualmente, esa hamburguesa de seguro le alcanzaba para freezar y comer descongelada por una o dos semanas. A los tumbos con las baldosas llegamos finalmente hasta el umbral de su puerta nuevamente e ingresamos. Estábamos liquidados y nos fuimos a la cama sin más preámbulo que una breve escena de sacarse con tantas ganas la ropa y olernos y acariciarnos mientras nos besábamos en una marea de respiraciones pesadas y corrientes eléctricas de cuerpo a cuerpo, a morir. Voy a obviar el resto de los detalles sensuales porque los considero de una intimidad tal que no estoy dispuesto a compartir de momento. Eran entonces las 8 de la mañana casi cuando nos dormimos. Repetidas veces, como sucedió en tantas otras ocasiones, me despertaba solo para mirarla. Su rostro en la luz de la mañana era una poesía en sí misma y ella desde su sueño volvía a la realidad para ver que la miraba, sonreír, besarme y volvernos juntos a los dominios oníricos. Ahora que escribo, ya desde mi casa en colón, me arrebata la ansiedad de volver a sus brazos. Solo junto a ella era yo capaz de sentirme totalmente en paz, sino estaba condenado a este estado de permanente alerta, a esta parodia, a esta sombra profunda de mis deseos, el continuo esperar de mi piel por su aroma de flor oscura.
                 El ritual de despertar-vernos-sonreír-besarnos-dormir se repitió mucha veces de la misma hermosa manera hasta casi las tres de la tarde. Le dolía la espalda de estar acostada y nos levantaos a comer algo, ella estaba preocupada porque decía que lo único que tenía para comer no iba a ser de mi agrado, revuelto de zapallito, tenía razón, no me gustaba en absoluto, no obstante sentía un gran apetito ya que mi última ingesta había sido al mediodía anterior y el desgaste realizado superaba ampliamente lo humanamente aceptable. Nos levantamos, ella calentó la comida y yo vibraba de amor mirando para afuera de su ventana. Trajo dos pequeños cuencos de acero inoxidable con la comida, acompañados de dos tostadas y un vaso con requesón. Almorzamos henchidos de una felicidad indescriptible. El miedo, el pánico de la inminente separación se insinuaba apenas lejano en el aire, como una sombra oscura y dentada pensando en saltarnos encima. Puse en mi celular, la retirada de la trasnochada que me había acompañado durante los día nefastos sin ella y le conté de la vez que lloré desconsoladamente escuchándola. Después vino la actuación de la Gran Muñeca en la segunda ronda del carnaval 2016, la grabación de esa noche en que estábamos ella y yo en el teatro de verano, después otras de murga que amenizaron en segundo plano, la hora de la comida. En contra de lo que suponía, el revuelto de zapallitos se dejaba comer bastante bien. Su compañía se me hacía un bálsamo de serenidad y la quietud de la tare acunaba las lentas repiraciones, las caricias y las ganas permanentes de demostrar lo que sentíamos el uno por el otro. Después de comer nos tendimos en el sillón a abrazarnos, mirarnos a los ojos y decirnos cosas en susurros. El tiempo perdió su forma corriente y la tarde afuera  se ponía pálida, perdiendo sutilmente la saturación de sus colores mientras nosotros nos mirábamos en los ojos.
                Al final sonó su Whatsapp y ella contestó. Volvió al sillón y me dijo que era hora que me fuera, que venía una amiga de ella y no quería que me viese porque no tenía ganas de dar explicaciones. Le dije, con un aire de contenida protesta, que anoche habíamos ido juntos al corazón de mi más íntimo círculo de amigos, ella me preguntó qué les iba a decir a ellos cuando desearan saber quién me acompañaba. El amor de mi vida, le respondí con una amplia sonrisa. No, no importa, te tenés que ir, insistió entre risitas y gestos de severidad. En ese momento toda la oscuridad y la pesadumbre que dejé afuera la noche anterior, se insinuó gravemente y se lanzó por mi corazón, devorándolo con una tristeza fría. Nuevamente la incertidumbre me acorraló. No me quería ir por nada del mundo, sin embargo ante su tercera petición cedí y tan rápido como pude, me puse en pie tratando de endurecer mi corazón y me arrojé encima la campera y la mochila. Ella bajó a abrirme y en la puerta de calle volvimos a besarnos con profundidad. Se sentía como la última bocanada de aire antes de ingresar a un abismo subacuático del cual no se sabía cuándo iba uno a resurgir.
                Volví a mi casa, inundado con el olor de su cuello, fascinado y un poco entristecido por ver partir hacia el pasado a la vibrante intensidad de toda aquella experiencia. Tropezando con la luna enamorado, bohemio desdichado del pasado. Volví en un G por la noche cálida y engañosamente primaveral de mitades de agosto. Cuando bajé en la terminal, la noche hermosa me recordaba lo afortunado que fui al tenerla al menos unas 18 horas en mis brazos, la inmensa alegría que la vida me había prestado al poder escuchar sus palabras y por haberle pedido perdón por ser un imbécil sin remedio y que ella aceptara mis  disculpas, por haber entendido, cuando bailábamos, que también ella a su forma me extrañó y que su cuerpo también me llamaba en la oscuridad del silencio, que me recordaba en las cosas simples, que simplemente ella también me quería mucho y decidió dedicarnos aquellas hermosas horas.
                 Cuando ingresé a mi hogar el mundo daba vueltas y me dolía cada uno de los músculos del cuerpo. Ya la extrañaba insoportablemente y me recorría un impulso eléctrico cansino y perturbador, era el abismo de las profundidades sin ella, aunque su perfume estaba definitivamente en mis labios y su esencia, tatuada en la yema de mis dedos. Conversé con Alejandra y Tamara, mis dos hermanas menores, me comí unas cinco o seis naranjas y me acosté para dormirme casi de inmediato, eran las nueve y media de la noche. Caí tan hondamente dormido que en determinado momento, en la nebulosa del negro sueño creí sentir, muy distante el sonido como de una pequeña campana… desde aquella altura del adormilamiento no alcanzaba a distinguir de qué se trataba y sentí que hacía un esfuerzo descomunal por entender que significaba aquel sonido. Fue uno solo. Finalmente al cabo de lo que pareció una eternidad abrí los ojos y busqué el celular en la penumbra. Era el Messenger del Facebook con un mensaje recibido a las 0:12 que decía: el problema es que no estés acá conmigo. Alcé la vista a la otra esquina de  la pantalla del teléfono para ver la hora que era en el momento que lo leí, las 0:38… Le respondí. Conversamos unos quince minutos más, ella diciéndome con un tono que me derretía el alma de amor, que no sabía que estaba pensando hoy de tarde cuando decidió que me fuera, que me tendría que haber quedado, que albergaba la esperanza que de su casa me hubiese ido a lo de mi hermana Carla, que vive cerca y que tal vez yo siguiese ahí. Por un momento tuve la determinación de salir disparado para su casa en un bus nocturno, pero me persuadió que era mejor que no, porque muy temprano partiría rumbo al aeropuerto, se volvía a ir… El abismo subacuático se ensanchaba en todas las direcciones, nos despedimos.

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