lunes, agosto 22, 2016

XXXVII

    Me aturdía la esperanza de que el destino reservara para nosotros, días y noches de legítima entrega. Encallando mi alma en la esperanza de amarnos sin reservas y no lo iba ya a callar, quería pasar mi vida junto a la suya. Cualquier otro desenlace se me antojaba un miserable fracaso, otro miserable fracaso. 
  Padecía yo entonces una duda análoga a la que ella debería haber padecido varias veces durante el curso de nuestra inusual aventura. Sería ella capaz de sufrir mi compañía, sería yo capaz de dominar mis demonios en función de proyectar una vida a su lado. Ya la pregunta no era si sería posible tener una vida juntos, pues en el fondo de mi conciencia imperaba la certeza de que así era, sino que la feroz interrogante poseía una dramática y sutil diferencia: seríamos capaces de soportarlo. Podría yo en algún momento soportar sus vastas ausencias, el frenesí con que se caracterizaban sus viajes de trabajo al exterior. Era capaz yo de aceptar su conducta liviana, guiada casi siempre por el influjo del alcohol que ella bebía de forma casi ininterrumpida durante las horas que no se hallaba trabajando. Podría ser capaz de florecer junto a ella y aceptar su disipada e irreprimida condición de alma libre, por qué daba miedo la libertad de la persona amada, por que debía remitirnos a una oscura interrogante y a una tenaz incertidumbre, el saber que la otra persona se disponía a vivir su vida del modo que mejor se le antojaba, por que ahora me surgían estas ganas sin remedio de ser únicamente suyo o mejor dicho, a diferencia del verano, solamente estar con ella. Puto instante de la noche en el que estás estás dudas me arrebataron de la placidez del sueño. 
    Era entonces que la odiaba, cuando la perra de mi casa le ladraba desafiante al vacío y se multiplicaban en en mi el terror, la inseguridad y la parálisis de la voluntad. La odiaba porque me volvía indefenso, vulnerable y asquerosamente humano, sentía amor en un mundo de chacales sin tregua, en un mundo demasiado dinámico para dar lugar a la permanencia, un mundo de virtualidad sórdida y de sexo fácil en el que mis deseos más sanos palidecían ante la tempestad que nada ni a nadie reconoce. Evidentemente no podía evitar sentirme sapo de otro pozo.
Dolía saber que ante el solo poder de imaginarla a mi lado y sobre todo, de mi lado, me estaba condenando al padecimiento de un salvaje remolino de oscuras dudas de mi propio ser, desde cuyo hermético recinto creía sentirla a ella pasar por una situación bien simila. La odiaba. porque me hacía sentir entregado a sus deseos, porque su persona, en mi cagada cabeza poseía el poder de despertarme a mitad de la noche, para, entre lamentables gemidos felinos y más lejanos y curiosos ladridos, me pusiese a escribirle. Perforado por el presentimiento de que se hallaba en compañía de un amante, que se dejaba penetrar por el y lo montaba y lo besaba y lo acariciaba y le decía las mismas cosas que me arrancaban a mi las más descabelladas promesas de total fidelidad. La odiaba porque no me queria escribir y de hacerlo, lo hacía con despreciados monosílabos y con una frecuencia de tres o cuatro días, siempre limitándose a responder alguna breve alusión al inmenso sentimiento que me invadía. 
    Sentirla del modo que yo lo hacía suponía un enorme coraje y una cantidad de energías reservadas para tal propósito, eso era fácil, ya que desde hacía ya 8 meses y medio estaba trabado en la batalla interna por determinar que papel queria yo que ella interpretase en mi vida (proceso esencialmente signado por la duda), luego el receso total de 60 días me había confirmado que cada célula viviente de mi cuerpo la deseaba a mi lado pero sobre todo, de mi lado. Ahora, después de un intenso y bellísima instancia de reencuentro, volvió a partir, devolviendome y seguramente devolviéndole a ella a amargas horas de reflexión sentimental que hallarán, eso si, su más que holgada recompensa al momento del próximo abrazo, de la próxima mirada indescriptible. 

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