Volvió el gris montado por las barandas, ese perfume como a colonia de lluvia amanecida, vuelve a los balcones y a los suelos y a mi alma. Pesadas, las flores del otoño cabecean próximas a su muerte, la expectativa del abrazo que añoro, junto a ellas, se balancea casi indiferente en el límite de su inmortalidad. Y hay novelas y mates vaporosos y murga a la medianoche y una pasividad tierna y la magia condensada en las historias de Dolina, pero no está ella ni ninguna otra para sostener el farol de mi mirada. Solo esos cantos de aves, solo el botánico, todavía humedo y solitario. Solo austeridad y reposo, después de las innumerables noches del bar. Todavía necesito sacudirme la sensación de que me han arrancado las mangas del uniforme. Voy tratando de hacerme entender, aunque sea por escrito, que mis alas son las de siempre, que mi voz todavía es capaz de retumbar en las calles vacías, que este amor imposible no es más que un reflejo refractario de mi amor por mí. Entonces fotos del complejo América, ráfagas de amanecer en la Aduana, diapositivas sexuales de la calle Luisa Dominguez, chispazos de eternidad, sales de cuerpos bañados por fuegos Santos. La escalera de mi poesía es casi una línea recta que sobrevuela la inexplicable espiral del tiempo. Ahora, vuelvo a Bucovina a buscar la significación de sus monasterios.
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