Vivo en la cacería de un ser mitológico. Me tocó encarnar a este antihéroe tapado de humanidad que busca de manera implacable la visión de esa, pongamos por caso, yegua con alas. Me es difícil, mejor, es imposible aludir a ese ser, sin detenerme en la maravilla de su cabello azabache, sin diluirme en la evocación de sus inmensas alas color de mar, que por momentos sospecho, solo son capaces de batirse en el cielo de mi imaginación, de desplegarse y envolverme en el tierno barro de mi recuerdo.
Solo respondo a buscarla, a perseguir ese rumor, ese mito, la fantasía ya borroneada de su amor carente de reservas.
La otra noche volví a soñar que la tenía entre mis brazos y que en ese momento moría plácidamente el cuerpo monstruoso del dolor que me habita. Desperté rasgado, descolocado y desengañado de la realidad que, como es menester en estos casos, me apremia con violencia, azotándome con un hambre triste que no puede ser saciada más que con su mirada de universo.
A veces anda cerca, tocando con la punta de su dedo, el lado opuesto del vidrio tras el que yo la deseo. Todos me dicen que no existe tal ser, que la mujer amada no puede, por definición, estar ausente, que no puede haber más amor que estar uno frente al otro y decir que sí. Yo les creo... Sí, les creo y amo con verdad a quien me lo recuerda, pero en última instancia los ignoro, perdiéndome en el sonido de la lluvia, que se mezcla con un saxofón, con un silencio de fruta madura. Los termino ignorando porque mi búsqueda es, y comienzo a confesarlo, el imposible, mi cacería es la más primitiva y a la vez la más remota de las tantas que le imprimen a la humanidad su carácter idiota y maravilloso.
Este quijote, este cazador de ballenas blancas, vive para zozobrar en las aguas inciertas de la ciudad en la que afirmo que ella tambien habita. De nuevo, mil veces por día, sale una voz a inocular su gris veneno en mi sangre, diciendo: Hay una posibilidad cierta (si es que cierto significa algo esta noche) que ese ser misterioso, fabuloso y único, sea ya solo un relato, una leyenda, cuya eventual captura, no haría más que alimentar de peor manera, el deseo de fundirme indefinidamente en su ser y perderme por siempre de esta concatenación de miserias en la que, con gesto adusto, transito
No obstante mi aire, mis ojos, el pulso acrecentado de mis venas me la recalca a cada rato. Porque al despertar me miento el rastro de su perfume en mi almohada y me lo creo. Tanto así que soy capaz de flotar en el celeste pálido del día como viviendo otro tiempo, como si estuviese siempre rodando por paralelas insólitas donde ella aún piensa en mí, y allí, en esa mixtura de aguas límbicas, renuevo mi voluntario voto de quererla, de desearla aún a sabiendas que encontrarla sería volver a morir de aturdimiento en los volados de su próxima partida. Se hace ahí indiscutible, la existencia de un plano alternativo, o peor, de una multiplicidad de planos desde los que somos barcos inabordables, jamás perpendiculares en la trayectoria que describe el dibujo que los pasos van dejando sobre el polvo. Entiendo, con fatal amargura, que la muerte al final de la vela de esta espera, no cortará su persecución, no cesará en su afán equilibrista hasta alcanzarme y hacerme olvidar, con un poco de fortuna, que no hay momento en el que la pueda yo, apartar de mis pensamientos.
La amada ausente, esa mitológica paradoja tras la cual mi vida se va como por cuenta gotas.
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