Es medianoche y los cerros se miran de reojo. La polilla está aplastada. Cada planta en su sanción de inmovilidad, urge sol mientras respira luna. Se va acabando el ruido de autos por Avenida Millán, la radio suena en los aposentos mientras la pobreza no es más que la tierra de donde brotarán los vástagos de esta obra inescrupulosa y llena de ella. Su ausencia no es jamás ausencia, ni ella ya es tampoco ella por fuera de mi corazón. El carnaval ha arrastrado sus jirones de borrachera hasta esta playa invernal, donde los pulpos se retuercen en las dunas de la noche, y las gaviotas son meros bosquejos en la negra palidez del cielo. Cruje la cama en la severidad de mi soledad de terremoto y niebla, se astillan y gruñen los escudos de mis huesos ante un recuerdo que ya no trepa más allá de aquella mañana de sol en la rambla, de aquel amanecer, de la lluvia ni de aquel abrazo, aquel choque de sangre del que no he querido, ni, finalmente, podido trascender. Tienen cara de estúpidos los rincones, las rimas se han podrido arriba de la barra vacía y no pasará ni un solo taxi que haga a su sombra, resbalar hasta mí.
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