jueves, julio 12, 2018

Horror en la calle Finlandia

No sé a ciencia cierta cómo fue, ni quiénes dieron inicio a las carreras, solo  que para cuando yo me uni a ellas, el sistema entero ya estaba bien montado y operativo, siendo su radio de acción  prácticamente el de toda la ciudad y a veces, no pocas, la parte inmediatamente exterior de sus límites. Las carreras nunca se planificaban con mucha anticipación, solo llegaba un código a la radio que disparaba la dirección como si fuese una auténtica emergencia policial, pero que al añadirsele una característica numérica extra, las unidades afiliadas a las competiciones daban el ok (o no) y salían a toda velocidad, entendiendo que se trataba de una nueva carrera. Casi siempre se involucraban 4 o 5 patrullas que mediante previo cálculo se hallasen equidistantes del punto elegido para la llegada. Quienes lo lograban primero se hacían con un botín distinto todas las veces. Los premios casi siempre provenían de algún opertaivo, en forma de expropiación forzosa, y eran dispuestos por la organización central, como motivación y recompensa para los corredores. Lo cierto es que existía un vasto círculo de apuestas clandestinas, siempre entre policías, en el que todavía más elementos de la fuerza estaban involucrados, inclusive yo mismo y quien era mi compañero: el Agente Berroqui. El movil 437, donde yo casi siempre era copiloto, pertenecía a la secciónal 71, y contaba con 51/134 victorias sobre participaciones, contando los cuatro meses previos a mi ingreso, cuando el copiloto era DeArmas. Y sin ser por algún vídeo filmado por vecinos que llegado a la seccional, haya causado mínimos problemas de condicta, hasta entonces jamás nada tan execpcional ni terrible  como lo que aconteció en la madrugada de aquel lunes de Julio.

Serían acaso la una de la madrugada cuando abandonamos aquel hogar de Puntas del Novillo, donde examinamos lo que a todas luces era un hurto. Saquearon la casa por completo, los bienes de menor o nulo valor de la vulnerada familia, yacían revueltos y despedazados de igual manera en la sala como en la cocina, en la habitación, el pasillo y hasta en el baño.  Un espectáculo lamentable. Además de Berroqui y yo, estaba el detective Fuentes, que venía con López de piloto y el móvil 271, en el que Mirkorián y Spencer tenían ambas portezuelas abiertas, sin descender del vehículo en ningún momento. Una vez que dejamos la casa, los 3 móviles tomaron diferente rumbo hacia la noche de la ciudad. Fuentes en el 107 iría a la seccional a dar informe del hurto. 271 y el nuestro, volverían al patrullaje de rutina. Ahí se lanza la carrera por la radio. Confirmo la participación. 7 km marca el GPS hasta Avenida Arquitectura, la meta. Berroqui aventura una vuelta en U y salir, una aceleración máxima que entre el humo de las cubiertas, se funde con la sirena y el motor, en un vértigo inesperado hacia la noche. Nos ponemos el cinto, las luces naranja de la calle pasan borroneadas entre la humedad y el frío. De mi lado, en la esquina, aparece agresiva la careta del 271 también de sirena prendida. En audaz gesto técnico se tira doblando, a tomar la misma calle que nosotros y lo consigue pasándonos muy cerca, todo el auto pasó a escasos centímetros de mi,  a través de la ventanilla y la puerta. Berroqui volantea con la precisión de un cirujano y los autos no colisionan, sin embargo el nuestro desacelera para evitar perder el control. Mirkorián pisa a fondo y en ese instante se produce la mayor ventaja a su favor. Se me pega el costillar contra el armazón del asiento, salimos desde atrás con una velocidad insólita y logramos descontar acaso 50 o 60 metros. Las sirenas parecían degollar el silencio a su paso. El 271 se abre inesperadamente y queriendo cortar camino, se mete por Tomás Aquiles hacia la derecha. Berroqui se rie con aire malévolo y me dice que la victoria va a ser nuestra. Acelera. Otra vez la ciudad se desdibuja por la ventanilla. La velocidad. El escándalo de la sirena. La adrenalina quemando al llegar cubriendo los poros de la piel. No existían las esquinas, ni las luces, solo la desenfrenada carrera tras un premio turbio. A 200 metros vemos atónitos, salir al 271 en sentido perpendicular de derecha a izquierda, y yo que le digo al vasco que se están queriendo ir a cortar camino por el parque. Mi compañero disminuye la velocidad un poco, y con gran amplitud se arroja a contramano por la primer bocacalle. El neumático por poco se da de lleno contra el cordón, pero no. La callecita es oscura y se va develando con las luces largas y los reflejos roji-azules de la sirena. De la nada un golpe tremendo en el capó. Aturdimiento. Soplo de luces como dentro de una licuadora. Asalto de dolor general y repentina inmovilidad. Ninguno de los dos pierde la conciencia. Algo se dio contra la patrulla. Le pregunto al vasco si esta bien. Murmura con algo de dolor que sí. Le pregunto si está quebrado. Cree que no. Que mire a ver si puedo abrir mi puerta. Puedo. Salimos los dos y la patrulla tenía ambas ópticas reventadas. Niebla y humo se mezclaban sobre el capó dañado. No hay olor a nafta, eso es bueno. Una respiración pesada y grave, envuelve la helada noche afuera del auto. Berroqui esta sobre algo de forma humana, que se encuentra tendido contra el oscuro cordón. Me acerco sin llegar a interpretar qué es lo que atropellamos. Con cada paso, mi cordura cedía más allá de cualquier límite. Comencé a reír, con un llanto atragantado como una terrible confirmación. Todo mi inmenso temor se vio superado cuando por fin me acerqué y observé, retorciéndome ante aquello que yacía agonizante en el frío de Julio. Berroqui estaba en shock, temblando de ojos desorbitados. Yo vomité instantáneamente tras ver lo que vi y me juré jamás volver a mencionar aquel incidente, pero sin remedio y cada tanto, escribo lo sucedido para tratar de darle un reparo breve a mi memoria,  que desde entonces está perdida en medio de la tempestad que la signó de insanía, tras la horrible e inolvidable visión. 

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