El perro, en melancólica resignación, es rehén del tiempo, aunque no parezca importarle en absoluto. Aunque la brisa de primavera apenas lo roce, tendido con la mirada ausente, está siendo amasado por el tiempo mismo de la eternidad. Su mente vacía, su país de huesos cansinos y escozor, su nobleza animal y su aliento tibio, parecen blindados ante las humanas preocupaciones. Sin embargo caza, corretea, ladra ante desconocidos peligros, sombras movedizas, insinuaciones gatunas o cascos de caballo, chasqueando en el pavimento. Ahora espera el ocaso, o el ocaso espera su encuentro, cuando sea la hora en que salgan los primeros murciélagos, cuando la luna llena se abra paso en la inmensidad del cielo para iluminar la noche, y el perro la va a recibir, con su espíritu desnudo, con sus ojos viejos, echada sin apuros sobre un tierno colchón de trébol.
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