Vengo caminando por Victoriano Álvarez y al mirar para arriba, veo un nido de pájaro sobre la rama de un árbol. Gritan cuatro teros sobre un techo de chapa, gritan fuerte y casi al unísono, emitendo una señal molesta por su frecuencia estridente y repetitiva. Aminoré un poco la marcha para detenerme en la figura del nido. Todo el mundo dice de los nidos de las aves, cómo carajo hacen para construir CON EL PICO esas casitas tan adorables y tan simplemente funcionales. No alcanzo a entender en absoluto, la relación que existe entre sus diminutos cerebros, la precariedad de sus herramientas, y la capacidad aprendida de fabricarse un refugio en el que procrear, criar a su descendencia, y mirar un maratón de House of Cards, supongo. Pero en eso, al pasar de largo calle arriba, todavía bajo el rugir agudo de los cuatro teros, empiezo a notar las antenas de cablevisión. Posadas sobre los aleros en las casas de la cooperativa, y apuntando todas hacia un mismo punto en el cielo. Me dio curiosidad saber hacia dónde apuntaban exactamente. Casi me olvidaba de los nidos hasta que las mismas casas de la cooperativa eran también nidos, casitas adorables hechas por animales ingeniosos y muy religiosos, con manos de pulgar oponible. Ahí pensé que las repetitivas modulaciones de aquel alarido insufrible guardaban una estrecha relación las ondas satelitáles que en una misma vez, transmiten a Bear Grills, a Ron Schneider y a Osvaldo Gross, entre tantos otros miles de rostros familiares y nombres como los que acabo de mencionar. En eso entro arriba de mis pies, a la terminal Colón, ese temprano cementerio de cemento me recibe con aire impersonal, le sonrío saludándola para s adentros. Ya en el aire de agosto no se oía más que el rumor perdido de los teros. Ahí viene el 130 Aduana.
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