domingo, abril 03, 2022

Caída de Constantinopla

 Una vez más Constantinopla está sitiada, sin embargo esta mañana sopla una brisa que hasta ahora solo había sido temida, sospechada como inevitable pero lejana sobre el horizonte de decenas de anteriores victorias. Silba como una serpiente, la brisa de la caída definitiva. Los refuerzos llegados desde Roma eran más una mísera ofrenda suicida, que un sustancial apoyo militar. Los venecianos, sin embargo, más numerosos y entrenados, con el odio revuelto y virulento de su codicia, darían su vida sin pensarlo antes que dejarse arrebatar los beneficios incalculables de su comercio marítimo. Todos los que pudiesen empuñar una espada dentro de la ciudad lo harían hasta las últimas consecuencias, la mayoría por primera y última vez. A falta de miles los miles de arqueros entrenados que pudiesen contener los embates destructivos, Constantinopla paraba a sus panaderos, artesanos y feriantes ante la pétrea determinación del enemigo, conas valor que noción de combate, la ciudad resistiría tanto como fuese humanamente posible. 

Afuera, cómo una isla de grandeza un mar de horror y al frente de los temibles jenízaros y los innumerables aliados valakos, el sultán Mehmed II ostentaba en lo más alto del cielo su sagrado estandarte blanco y dorado. Tras el brillo convencido de su mirada despiadada se erguía, más inexpugnable que los altos muros que enfrentaba, la certeza de haber calculado hasta el más mínimo detalle, la tranquilidad que la aplastante flota marítima prevalecería en el Bosforo y la excitación sangrienta de saberse poseedor de los cañones más destructivos jamás construidos. Tras tantos y tantos combates, sitios y derrotas caídas en espaldas de su linaje, Mehmed II sería el elegido de Alá para aplastar para siempre a la segunda Roma, trayendo con esto una nueva y duradera época de esplendor, riqueza y predominancia musulmana en todo el mundo conocido. Jehová Dios, su hijo y el Espíritu Santo saldrían finalmente de la imponente ciudad con la nariz sangrando y los ojos llenos de lágrimas, juntando en silenciosas carretas los cadáveres de sus fieles rumbo al Oeste, primero a Castilla y luego, no tanto después a las nuevas tierras más allá del vasto mar. 

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