Una embarazada grita al dar a luz en la absoluta clandestinidad. La mujer se llamaba Sofía, sin embargo al convertirse al catolicismo ortodoxo adoptó el nombre que la haría Grande, Catalina. El niño era el fruto del amorío ilícito entre el General Orlov y la propia Catalina, ni bien el recién nacido fue arropado en la sectreta manta de la Rusia Zarista, la mujer acomodó el odio que aún pujaba en sus entrañas y se declaró pronta para dar el golpe de Estado contra su esposo, Pedro. Catalina ardía en vergüenza, no podia admitir que su nombre se viese asociado de manera alguna al del actual Zar, que beneraba a Federico de Prusia por sobre todas las cosas. Tras lo que los prusianos llamaron el Milagro de Branderburgo (la asunción de Pedro) Rusia se había visto envuelta en un espiral de autodestrucción irreversible a no ser por la determinante acción de Catalina. Meses de humillación pública a la emperatriz consorte y una errática voluntad bélica contra propios aliados, fueron quienes terminaron de poner sobre la cabeza de Pedro está situación inevitable, caería desde lo más alto y sería ella misma no solo quien lo iba a derrocar sino también quien iba a ascender a lo más alto de aquel poderoso imperio. Así que tras ser limpiada de las trazas de sangre que recorrían sus muslos y recobrar un mínimo el aliento y la compostura se incorporó del lecho, el cuerpo tembloroso por las horas de labor y con los ojos cristalizados no tanto por despecho como por un deseo infinito de poder, se miró al espejo. El año era 1762 y el verano vendría cargado de sangre y de gloria.
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