martes, agosto 01, 2017

Historia de Valentín Fonseca (parte 2)

 Por lo tanto no es de extrañar que al otro día, cuando dieron las siete, con su frío y su gris, y sonó la alarma de mi teléfono celular, yo me encontrase desprovisto de toda fuerza. Intenté incorporarme en mi cama y como es inquebrantable costumbre en mí, salir a enfrentar el día con determinación y disciplina, pero no pude. Algo me retenía, me cargaba cada músculo con una pesadumbre ignota que definitivamente me inmovilizaba en mi lecho. Entonces la otra pesadumbre, la de mi deber, acometió sobre mi mente y en un acceso de voluntad llamé a Celia, para que cancelara todas mis consultas del día. Del otro lado, Celia se asombró tanto que pude distinguir un temblor de incertidumbre en su voz, generalmente recia, inflexible y sin lugar para dudas de ninguna índole. 
  -Tranquila Celia, todo esta bien. Necesito dormir hoy, pero estoy bien.
   Volví a dormir en un acto de desahucio, sometido por las extrañas fuerzas que, como nunca en mi vida, me obligaban a permanecer en la cama. Un sueño plomizo descolló entonces y en él transcurrieron acaso seis horas sin interrupción, luego me desperté y atiné a chequear el celular, pero la cantidad de mensajes y de llamados perdidos me pareció un peso imposible de levantar en aquella penumbra entre el día y la noche, generada dentro de mi cuarto con sus persianas cerradas en la que, casi como un acto involuntario, volví a dormir. 
   Lejos de acomodarse, las cosas se volvieron cada vez mas irregulares, cuando salté de la cama por despertar nuevamente en la misma tonalidad de penumbra y me paraeció escalofriante ya que tenia constancia que el tiempo había pasado. Me hallé desorientado y tomé el teléfono de la mesa de luz. 18:40. 
   Corrí a casa de mi amigo, saltando los charcos de una lluvia que jamás llegué a percibir, plenamente indistinto a todo lo que sucedió, podría decir olvidado del ser acuoso y de las horas de irregularidad del sueño. Corrí por la ciudad vieja, literalmente. Sin saber bien por que, me agobiaba el apuro por ver a mi amigo o tal vez por salir de mi casa. Llegué a la puerta del antiguo edificio de apartamentos de la calle sarandí y toqué el timbre del 301. La voz de mi amigo como un crujido ancestral preguntó quien era a traves  del portero electrico y en menos de un minuto estaba yo ingresando a su hogar, con las manos heladas y el corazón acelerado. Me invitó a tomar asiento y ambos ocupamos lugares opuestos en la antigua mesa de lapacho que su padre le había regalado cuando se mudó solo, allá por el año 1998, al mismo apartamento del tercer piso en el que estábamos ahora trabando una charla algo trancada. Algo nos sucedía pero ni él ni yo soltábamos prenda acerca del motivo de nuestra inusual conducta. Mi amigo se levantó de pronto y fue hasta la cocina. Trajo un paquete con un budín de chocolate cuya apariencia era polvorienta e insospechada, temí que la conservara desde las nacida des, lo que me resultó inapropiado en mi colega, ya que sus hábitos siempre se han distinguido por la pulcritud y su orden. Lo puso sobre la mesa de una forma que lo hizo ver más fuera de contexto todavía. Yo miraba el suelo e intercalaba por entre las cortinas, con la vista sobre la peatonal sarandí. Mi amigo simuló buscar algo en su biblioteca con aire desinteresado. Ninguno hablaba. Al final puso un disco. El emperador, de Beethoven. 
   Logramos sentarnos y distendernos aun sin intercambiar diálogo alguno. El budín permanecía inmóvil y como olvidado sobre la mesa. La música llenaba entonces el aire con estilizada belleza y el piano amaba rudamente a la exuberante orquesta. Afuera parecía haber comenzado a llover. El cielo estaba oscurecido. 
   La casa de mi colega era especial en sus olores. Incluso antes de enviudecer, el apartamento resumaba ciertas fragancias leves, producto de su metódica existencia y sus higiénicos hábitos. Cada ambiente del amplio apartamento regalaba un matiz distinto del mismo perfume, que en realidad era la suma exacta de cada una de las cosas que el doctor tenía en su casa. Pasaron ya casi 15 años desde la época en que nos conocimos, cuando coincidimos en las primeras clínicas y trabamos una solida amistad, y los suaves matices de aroma propios de este hogar, siempre han despertado en mi una mezcla de solemnidad y distancia, fundada en la inalterabilidad de los mismos. Por eso sentí un espanto repentino cuando pase al baño y me dispuse a orinar... No lo capté inmediatamente, pero cúa do llevé las manos a la zona baja el penetrante olor de mar revuelto me abofeteó estremeciendome. 

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