A penas unos minutos después, caí en un profundo estado de conciencia. No estaba dormido, nunca llegué a abandonar el estado de plácida vigilia en el que estábamos, ni siquiera recuerdo haber cerrado los ojos, y sin embargo era de día y los cuatro estábamos en la plaza desierta de una pequeña ciudad desconocida. Parados encarando los cuatro puntos cardinales, nos mirábamos entre solemnes y divertidos. El sol estaba en lo más alto pero no detectaba yo ninguna incomodidad producida por el calor. Recuerdo estar plenamente consciente de la inmediata transición entre la madrugada en el parque y el cachetazo de luz solar, a tal punto que me sentí ligeramente encandilado. Súbitamente comenzamos a caminar en total silencio. Valeria iba a la cabeza, Rolo y yo lado a lado con Noelia cerrando la marcha justo en medio, detrás. Todo estaba desierto, y traspasamos la plaza, cruzando una circunvalación, con rumbo a una de las pequeñas calles adoquinadas donde las casas se hacían a un lado y al otro, visiblemente vacías. Me extrañó la facilidad con la que nos condujimos sin tener que decir una sola palabra.
Caminamos de éste modo, amplificando a cada paso, la solidez del entorno, por unas dos cuadras. Durante ese tiempo, me di cuenta que podía ver cada vez más lejos, distinguiendo una gran montaña de pico nevado, elevándose imponente, más allá del final del pueblo. Sus contornos, difuminados por la distancia, se volvían cada vez más precisos y detallados.
En determinado momento paramos. Sin llegar a decir nada de manera verbal, debatíamos sobre la dirección a seguir. Nos mirábamos y de ese modo podíamos interpretar nuestras intenciones y deseos. Esta vez fue Rolo quien tomó la iniciativa y con él a la cabeza partimos en dirección de un curioso camino de tierra perpendicular a la calle por la que veníamos.
Transitamos fascinados este nuevo sendero, al final del cual se alzaba una formación rocosa, más erosionada que la anterior pero también bastante alta. Las casas, ahora dispersas y pequeñas daban impresión de primitiva pobreza, con jardines de tierra y bajos arbustos algo amarillentos haciendo las veces de cercos. Por algún motivo no visible, parecía haber más vida aquí que en la calle anterior. De manera instintiva me percaté que los otros sentían lo mismo. Aminoramos el paso con una sensación de lo más peculiar y al final nos detuvimos. Nadie expresó nada y el viento comenzó a traer los ecos de una música festiva que era tocada en algún punto indefinido de la lejanía. Por detrás de Valeria, que ahora estaba a mi derecha, delante, se aproximó una persona, también en completo silencio. Sin mayor sobresalto los cuatro nos volvimos para encararla. Era un hombre de unos 60 años con atuendo campesino y piel curtida. No dijo nada, solo nos miraba y nosotros a él. Me di cuenta que todos lo encontrábamos conocido sin poder identificar de dónde. Luego una mujer se aproximó a nosotros, también a vernos inexpresivamente. Luego otro y otra y dos más, hasta que en derredor nuestro había una pequeña multitud de gente que nos miraba.
Volvimos los cuatro en si, en el nocturno paisaje del parque donde estábamos, todavía era de noche. Era como si no hubiese pasado el tiempo, cuando toda la travesía por el pueblo nos tomó como poco unos buenos 25 o 30 minutos. El fuego en la cuna del parrillero seguía igual de convaleciente que cuando lo vi por última vez, antes de la inusual circunstancia. Noelia se paró agilmente y sin decir nada, nos dimos cuenta que los cuatro tuvimos la misma experiencia, Rolo me miró maravillado, Valeria esquivaba las miradas y apuntaba sus hermosos ojos tristes hacia la negrura del horizonte.
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