lunes, septiembre 05, 2016

XLI

     El domingo fue áspero y congeladamente solitario, hubo en él, la sensación imperativa de una carrera, pero yo estaba quieto, en medio de un mar tormentoso que debería agitarme con su revolucionario estruendo y en parte lo hacía, pero no podía removerme la sensación de ser algo así como una boya, estática y aparentemente dormida en medio de la tempestad. Escuchaba a Miles Davis en un intento casi desesperado por espabilarme y dispersar la densa conjunción de fantasmas que habían hecho trinchera en las grietas de la casa, era inútil, de pronto caía el melancólico fraseo de la trompeta sobre el desfalleciente colchón del piano y el contrabajo disolvía las últimas barricadas de mi alma. Todo parecía vaporoso entonces, marco ideal para la ensoñación y, sorteando los ataques del frío, pensaba o mejor dicho, meditaba en demasiadas cosas. 
     De a ratos miraba de reojo a la estufa apagada y unos pocos maderos en su boca me invitaban a encenderla, el metro y medio que me separaba de ella, sin embargo, parecían kilómetros desde el viejo sillón que nos trajimos de la casa de mi abuela en la mudanza a colón. Este sillón de más bien horripilante estampado con flores, símil terciopelo que pertenecía a mi familia desde hacía ya mas de dos décadas, me soportaba en mi incalculable ausencia por aquel domingo de nadie que un viejo deforme e infinito había extraviado en medio del almanaque.
   Finalmente tomé impulso y amontonando pequeñas astillas y dos o tres palitos, encendí un fuego diminuto en el hogar y deposité frente a él, dentro de un cuenco esmaltado color beige, un pequeño bollo que previamente amasé para hacer unos panes en el horno. El calor ayudaría a leudar. Volví al sillón y como desde un remoto país de sombras, acudió a mí el recuerdo de un episodio memorable que lo tuvo como protagonista, a finales del pasado mes de marzo.
        Habían pasado apenas más de veinte días desde la muerte en la curva de maroñas y estábamos en semana de turismo. El parral del fondo estaba cargado a tope con deliciosas uvas, mi padre estuvo toda esa semana en carmelo junto a mis hermanas y yo aproveché la soledad para disfrutar del tiempo frente al televisor, comiendo kilos de la abundante fruta. 
          Como ya he escrito antes, en esos días mi cuerpo, pero jamás mi corazón, se debatía entre mi amada V y la joven y sensual E. Aquel miércoles E no trabajaba y se avecinó a casa con la inocente excusa de comer las uvas, que por más esfuerzo que hiciera, era imposible disfrutar en solitario. Llegó pasadas las tres de la tarde y una vez adentro, extrajo de su morral una caja de condones y con una sonrisa algo maquiavélica me preguntó: dónde esta la parra.
    La tumbé en este sillón y comencé a recorrer su cuerpo con herviente celeridad, besaba su cuello y ella se retorcía de placer bajo mi cuerpo, su lacio y negro cabello se desordenaba contra su blanquísima frente. Dejame sacarme los lentes, murmuró. Lo hizo, y con cuidadosa excitación se quitó también la camiseta. Sus pequeños pechos, de diminutos pezones muy rosados, emitían en la tarde, algo parecido a un fulgor. La di vuelta y quedó con su abdomen apoyado en el posa brazos, el jean le quedaba reventando así que fue un alivio para ambos cuando se lo desabotoné y lo bajé hasta la altura de sus rodillas. Quedó entonces, brillando como un imponente medallón, su pálido, bien formado y tremendamente apetecible pedazo de culo. La monté con apremiante aplomo, sus piernas aprisionadas por el pantalón la inmovilizaban en una pose de perfecta apertura. Me pidió otra breve pausa para sacárselo y se la concedí a media gana. Se acaballó sobre mí y con delicada pericia se llevó a si misma hasta un éxtasis que perfectamente pudo haber ocasionado fuertes lluvias sobre algún desierto. Yo permanecía al borde del punto de ebullición, atestiguando desde abajo, tan espectacular escena. La dejé acabar y con un fuerte agarrón la volteé dejándola con la espalda contra el almohadón y levantado sus piernas, la ataqué con frenesí hasta que yo mismo hube desahogado mi contenida emoción dentro del condón ultra fino. 
       Después traje de la heladera, un recipiente con las uvas frías, sumergidas en agua y las compartimos en un cuadro altamente hedonista, semi desnudos en la tarde tórrida. Comimos hasta hartarnos sin emitir casi palabra hasta que estuvimos plenamente satisfechos. No había pasado ni siquiera una media hora cuando nos volvimos a trenzar en otro voraz asalto sexual. Esta vez no pude yo alcanzar el orgasmo, sin embargo la duración del acto fue aún mayor que la primera y los sudores manaban con brutal abundancia de los agitados cuerpos, tornando la escena en una carnicería de resbalosa fricción y lubricado golpeteo tan placentera como sutilmente bizarra. Casi a las cinco de la tarde, cuando todo terminó, acompañé a E hasta su casa. Cuando salimos, el cielo estaba totalmente cubierto y a diferencia de una o dos horas antes, corría un viento gélido en la Curva, vaticinio de casi un mes de bajísimas temperaturas y persistentes lluvias que tuvo lugar en lo siguiente.
        Volví cantando a pie y el poco frío que sentí se iba con la rápida marcha. Al otro día era V la que, apenas dos días antes de partir al norte, iría a pasar la noche junto a mí en la casa de mi difunta abuela. 
         El jueves amaneció más frío y gris que nunca, las horas que me separaban de su llegada se me hicieron demasiado largas y las combatí cocinando una tarta de queso, panceta y cebollas para cenar con V. Lejos de mermar a causa del asunto con E, mi sentimiento por V, era tan intenso como lo fue el día cero y como continúa siendo hoy en día. La tarea de poner la casa en orden y prepararme para recibirla fue consumiendo las horas hasta que cerca de las 20, me escribió anunciando que terminaría el cigarrillo y saldría rumbo a mi casa. El pecho acusaba los imponentes latidos de mi corazón, la noche era fría y ventosa, una hora más tarde ella estaba por bajarse del bus, así que subí el repecho de Vigodet para alcanzarla, más allá que me dijo que no lo hiciera, que era perfectamente capaz de llegar por sus propios medios a cualquier lado.
       La velada, dese el inicio fue hermosa y era notorio que teníamos algo más que sexo ocasional, se podía distinguir en la feroz intensidad de las miradas, en el tono diáfano de las risas y en la profundidad de cada abrazo. Llevó un vino abierto y otro cerrado, ambos indescriptibles por su delicioso sabor. Bebimos a discreción escuchando el disco Pobres Poderosos, cantamos y fumamos, victimas de una alegría demasiado cristalina. Cuando la música terminó, le mostré un montón de fotografías viejas de mi infancia y adolescencia. Después, ella husmeó entre los libros que tenía yo a medio leer, descansando apoyados sobre un escritorio en el living de la casa. Antología de la narrativa contemporánea, dijo con aire sobreactuada curiosidad y lo trajo a la mesa. Abrió el gran volumen de rojas cubiertas y examinó el índice con cierta fascinación. V era una ávida lectora y sus conocimientos sobre literatura no eran nada despreciables. La gallina degollada, exclamó con una sonrisa que me iluminó el alma. Te la quiero leer, dijo. Estaba tan hermosa, tan divertidamente inocente y alegre que de haberlo pedido, me hubiese dejado practicar una cirugía menor por ella en aquel instante. Afortunadamente no lo hizo  y se limitó a leer el clásico de Quiroga con aquella voz ligeramente difónica que me hacia estallar las venas de autentica ternura e inflexible pero temeroso amor por ella. Las imágenes brotaban de sus labios y yo las veía trazar volutas en el aire del comedor. Yo fumaba.
      Cuando hubo finalizado, nos trenzamos en un caluroso abrazo que de inmediato dio paso a pesadas respiraciones inducidas por un desesperado deseo sexual, la llevé hasta el sillón y la desnudé con presurosa amabilidad, madre mía, qué bella era, con su ropa interior tan elegante y depilada con cera para la ocasión, mis ojos querían salirse de sus cuencos y recorrerla infinitamente. Ella gemía y me apretaba con todas sus fuerzas, yo la estaba besando, lamiendo, mordiendo, su piel trigueña y el brillo de sus hermosos ojos color café me ocasionaban intensos pero muy mezclados sentimientos. La penetré con cariño y dedicación aunque con cierta fuerza y comenzamos a darnos el uno al otro con absoluta entrega. De pronto un sentimiento que no había experimentado hasta ese momento con respecto a ese vinculo me asaltó por sorpresa. Era culpa. La concha de la lora. No existía ningún tipo de lógica en aquello, o si. El tema fue queen determinado momento, en medio de aquel apasionado acto sexual, una avalancha de sensaciones oscuras me sepultó por completo. Perdí la erección y me colmaron las  ganas de llorar, V se inquietó y me acusó de estar acostumbrado al cuerpo de veinteañeras (esa era su forma de referirse a E), se sintió avergonzada y me miró con reproche. Intenté explicarle que me estaba costando mucho lidiar con tan complejos sentimientos, era cierto. Además ella viajaría al extranjero por dos meses y ese asunto también me ocasionaba un temor y una aprehensión que me impedían abocarme de lleno al asunto.
    Finalmente superamos el episodio y fuimos juntos al 24/7 que estaba cerca y en el camino reconciliamos nuestras diferencias y nos volvimos, ocasionalmente, la misma pareja de enamorados que era capaz de encandilar a las más brillantes entidades del cielo nocturno. V no paraba de decir que se sentía de vuelta con 17 años. Se veía nuevamente feliz y radiante, compró otro vino y lo tomamos por la mitad cuando retornamos a la casa.
   Una vez ahí, llevé el colchón frente al televisor del Living como hacía normalmente, ella se mostraba encantada y nos dormimos abrazados poco antes del amanecer. 
    Cuando despertamos la acompañé a la parada, ella debía trabajar por más viernes santo que fuese. La vi alejarse en un 103 y un nefasto desamparo clavó su negra flecha en mi pecho. Volví por Vigodet para abajo. Lloviznaba. 

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