Flash de sus ojos que se apagan. Flash de mis manos buscando el pulso que se viene desde el pánico a la nada. El sol. El pasto. Un candado me pone freno ahí. No me acuerdo de más, me parece que no quiero, da lo mismo. El paso de la yegua que ahora monto me disipa de la nube, me devuelve en el golpe suave de su anca, al cielo de presente. Parece que aquello fuese solo una idea, parece un temor, una moción de pánico en la creo recordar a mi yegua que se muere. Pero no lo fue, fue cierto.
Fue mi culpa. La precipité hacia las fauces de la muerte por hacerla correr más de lo que podía aguantar. La reventé en un capricho queriendo escapar de algo que no solo no recuerdo ya, sino que hasta hoy me sigue persiguiendo. Recién ahora, tantos años después, andando por la misma pradera, retornado del olvido y de un exilio auto-impuesto, a lomo de otra yegua blanca, estoy afrontando el remordimiento madurado y reposado en cascos de secreto. Sólo a mi tía fui capaz de contarle toda la verdad, como siempre. Su juego, finalmente, había cuajado. Estoy llorando, llorando con hondos gemidos. Frontera, llevándome, se compadece e intenta con su paz, aliviar la ferocidad de mi llanto. No hay caso, no quiero volver a la casa, no quiero seguir andando, me siento aturdido, responsable no solo de haber matado a Ladiana por un estúpido berrinche de malcriado, sino por haberme permitido olvidar hasta hoy, todo lo ocurrido. Estoy a casi dos kilómetros del descenso del cerro, comienza a ladearse el astro, sobre el cielo altísimo de la sierra. Desmonto, me froto la barba con los puños y bruscamente, lanzó la abundante mucosidad de mi nariz con un impetuoso soplido. Me corren las lágrimas, siento que me faltan las vísceras. Estoy abrumado y a la vez me precipito sin reparo y temerosamente hacia las profundidades de la culpa, una culpa rastrera y forajida que me va despellejando porque la dejo, porque me abro a que recorra mis músculos y me queme por completo.
El llanto, como si fuese lluvia, va escampando y mis irritados ojos, al final, vuelven a abrirse a la realidad del verano. El recuerdo de la muerte de Ladiana, liberado por fin, me hace en este momento definitivamente más liviano, me siento herido pero más humano, me siento real. Abandono las cadenas que me preservaron de su peso lacerante y cuando ya ni un surco brillante se deja ver en mis mejillas, elijo sentarme y respirar con tranquilidad, invocando un sosiego, que por fortuna me alcanza en menos de un minuto. Me abrazo a esta sensación cálida y dejo pasar un poco de tiempo antes de volver a pararme, acariciar a Frontera en su musculoso cuello y volverla a montar. Ahora sí, rumbo a casa.
Fue mi culpa. La precipité hacia las fauces de la muerte por hacerla correr más de lo que podía aguantar. La reventé en un capricho queriendo escapar de algo que no solo no recuerdo ya, sino que hasta hoy me sigue persiguiendo. Recién ahora, tantos años después, andando por la misma pradera, retornado del olvido y de un exilio auto-impuesto, a lomo de otra yegua blanca, estoy afrontando el remordimiento madurado y reposado en cascos de secreto. Sólo a mi tía fui capaz de contarle toda la verdad, como siempre. Su juego, finalmente, había cuajado. Estoy llorando, llorando con hondos gemidos. Frontera, llevándome, se compadece e intenta con su paz, aliviar la ferocidad de mi llanto. No hay caso, no quiero volver a la casa, no quiero seguir andando, me siento aturdido, responsable no solo de haber matado a Ladiana por un estúpido berrinche de malcriado, sino por haberme permitido olvidar hasta hoy, todo lo ocurrido. Estoy a casi dos kilómetros del descenso del cerro, comienza a ladearse el astro, sobre el cielo altísimo de la sierra. Desmonto, me froto la barba con los puños y bruscamente, lanzó la abundante mucosidad de mi nariz con un impetuoso soplido. Me corren las lágrimas, siento que me faltan las vísceras. Estoy abrumado y a la vez me precipito sin reparo y temerosamente hacia las profundidades de la culpa, una culpa rastrera y forajida que me va despellejando porque la dejo, porque me abro a que recorra mis músculos y me queme por completo.
El llanto, como si fuese lluvia, va escampando y mis irritados ojos, al final, vuelven a abrirse a la realidad del verano. El recuerdo de la muerte de Ladiana, liberado por fin, me hace en este momento definitivamente más liviano, me siento herido pero más humano, me siento real. Abandono las cadenas que me preservaron de su peso lacerante y cuando ya ni un surco brillante se deja ver en mis mejillas, elijo sentarme y respirar con tranquilidad, invocando un sosiego, que por fortuna me alcanza en menos de un minuto. Me abrazo a esta sensación cálida y dejo pasar un poco de tiempo antes de volver a pararme, acariciar a Frontera en su musculoso cuello y volverla a montar. Ahora sí, rumbo a casa.
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