Encontré una sonrisa, no hace mucho. Los increíbles dibujos de mi hijo. La ráfaga, la azotea, el lugar diminuto donde la luna vuela y enfrente, una pantalla parpadeante en la que el sol rebota para todos lados, demasiado despacio o demasiado lejos. La brisa verde de la primavera que me da en la cara. Mis ojos derramados. Una serie de adolescentes. Dos rastrillos desafiando a mi hermana y a la casa del frío. Hablar con papá y por el teléfono, en su insistencia de hombre que pisa los primeros paños de su ancianidad, escucho un miedo que parece incertidumbre. Veo sus años de rifle y cortadora de pasto, junto con mis años de pelota, nogales y veranos de Peñarol. Llego al edificio de mi madre y la vida tiene cara mujer de claustro, que a veces sonríe. Nos encontramos bajo el sol. Siento su hombro al darle un beso y la misma puerta de toda mi vida se abre para que entremos. En el espejo, un cartel avisa que alguien murió. Entre bucles de anécdotas sombrías, estamos tan vivos, acá su café, acá el sillón de siempre, la ventana al mar, un gato blanco tirado en medio de su meditación vespertina. Morir para nacer. Arbusto en llamas que se niega a resisitir la explicación más sencilla. Ni el dolor me duele, solo me duele lo que nunca será, esta tarde ni el abrazo logra despertar el anhelo de abrazar. Ya ni sé, no me interesa. Se enciende el circo mientras la noche desata sus brazos de cartulina y jazmín. Sangre en los cristales. Voz violeta y añil de todos los arrabales. Canción sin tregua, una feria vacía, una guitarra, sol para todas las eras con todos sus muertos y me vuelvo a hacer las cruces, ante el horror de saber que nada es lo que parece, que siempre hay una jugada subyacente, un plan para devolvernos al río revuelto, a la grave necedad que ahueca el brillo de todos los caprichos. Hoy lloré por mi abuela, por el temblor de su labio y la palidez de su piel sudorosa, aquella vez, antes de perderla, que casi la perdí en mis brazos, una noche de carnaval en la que amaba tanto a Victoria. Entonces la tarde fue apenas un sepulcro para tan bienintencionados suspiros, la luna sobre tres cruces fue un faro burlón y el viento, nuevamente ahora, ladra en gargajos de tifus, canciones en las que yo debería reír y en las que en verdad muero, aterrorizado por saber que no eras para mí y que además, y para peor, no eras para nadie, o más aún, eras finalmente para todos de igual e inmadura manera, pero no para mí, al final de cuentas.
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