Una sola vez se cerraron las puertas de aquel cielo, o tal vez fueron varias, pero bastó una para que nunca volvieran a abrirse. La clausura se hizo eternidad en los ojos del cuervo, y una máscara de huesos coronó la tumba de aquel abrazo. Ahora, otro año se extingue, porque al final de cuentas, es lo único que saben hacer los años.
Desorbitados los ojos, anclados los dientes en el polvo, heridos de vida los milagros de un amante sin balcones, se contempla el estallido del cristal definitivo. En este laberinto ya no juegan las agujas del reloj; solo susurran golondrinas de humo sobre crepúsculos que, iguales entre sí, enroscados como serpientes o títeres, se fugan lentamente hacia el horizonte
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