Me acuesto. Solo suena la pecera y recién ahora, un motor pasando, como el aliento de un fantasma de petróleo, silbando grave por Buenos Aires. La siento urgar mis letras, posar sus ojos sobre los puntos de las íes y deslizarlos por los palitos de las tes. Huelo el perfume que se descascara de su corazón, esa brisa densa de humedad y llantos secretos. La siento pasar misteriosamente, casi de incógnito por mis prosas agujereadas y mis tormentas de hielo, que no por casualidad, llevan su nombre cifrado al dorso.
Corren por el cielo quinientas flechas negras, con penachos rojos y puntas de obsidiana. Todas van de ella a mí y viceversa. Cada una es una carta en una botella y una araña de luminoso amancer. Quiero decirle que ya no la quiero, quiero decirle que no juego más a su carrusel de amor de infierno, que no quiero ser el sátiro que se roba sus calenturas más perversas, pero no lo puedo decir, porque no sería cierto, aunque la realidad, que es como un hierro, me lo susurre al oído. Porque todavía la quiero como el día 0... Aunque ya no la quiera.
No sé que me pasa. No sé quienes somos esta noche de asado y cielo vandalizado. Me parece que apenas la recuerdo, que la maravilla de su ternura fue solo un relato y que nuestro tiempo perteneció fugazmente a un tiempo novelado, de realismo mágico y romántico dolor de dos sombras solitarias, que una vez se miraron, se abrazaron y se mataron por amor incomprensible, en un mismo abrevadero sin lugar. No recuerdo haberle jurado amor eterno, pero nunca se va, nunca se disuelve mi deseo de acariciar sus manos en la tarde y de sentir su respiración dormirse en la calma inusitada de mi pecho.
Existirá la forma de salir indemne de ese abrazo de monstruos enamorados? Será de verdad el negro ministerio de la madrugada? Tendrá el clímax el mismo modo para todos los amantes? Sabrá el vino lo que ambos callamos ferozmente, hasta a nosotros mismos?
Nada me ofrece ya ninguna certeza. Solo que en algún momento me llegará otra carta.