Desplegar de mares cíclicos, manojo de espejos que reflejan la eternidad una y otra vez. En medio la luna, y debajo uno, con su luz con agujeritos, su sonrisa embravecida ante el desconcierto y un candil que tiembla entre los pasillos interminables y las puertas, siempre las puertas ahí, ostentando números sin significado, mirillas tras las cuales siempre está la muerte, y uno, uno, uno. Al dejar de buscar se encuentra, al llorar se está riendo y al nacer empieza la caída en reversa hasta el amanecer. Se vuelven a vestir de azahares las penumbras, vuelve a oler a jazmín la madrugada, y uno, uno, uno.