El mundo afuera sigue descongelándose. Todas las cosas gotean mientras miran el nuevo sol, que se abalanza con una potencia inusitada, se lanza hacia las cosas impulsado por una primavera que no se aguantaba en el molde, que no podía esperar un segundo más por venir a echarse como un millón de polillas de colores sobre la ciudad más gris y profunda del invierno. Es por eso que me quedaría la mañana entera oliendo la delicada fragancia del metal herrumbrado, del rocío sobre el polvo del patio del fondo, de la goma mojada del amanecer de setiembre, podría pasarme horas, viendo aquel amanecer de plata y de rosa elevarse lentamente por el cielo, descongelandolo, abriéndolo en dos como a una fría y gigantesca manzana inmadura. La palabra mañana, me sonaba como una caja de cartón vacía, había perdido la noción del transcurso de los días, el trasnochar del trabajo y la mortal inyección de la poesía me habían dejado caer en este vórtice de amaneceres y tardes sin más sueño que el de un perro policía, y sin más palabras que estas pocas y nostálgicas.
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