sábado, abril 20, 2013

Grito hacia Roma :: Federico García Lorca


Manzanas levemente heridas 
por los finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones, 
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren 
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos 
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula 
que untan de aceite las lenguas militares 
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado 
rodeado de miles de campanillas. 

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto, 
ni quien abra los linos del reposo, 
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros 
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros 
que hacen ataúdes sin cruz. 
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas, 
y ponerse una inyección para adquirir la lepra 
y llorar un llanto tan terrible 
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco 
ignora el misterio de la espiga, 
ignora el gemido de la parturienta, 
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio 
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán. 

Los maestros enseñan a los niños 
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas 
donde gritan las oscuras ninfas del cólera. 
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor, 
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo. 
El amor está en las carnes desgarradas por la sed, 
en la choza diminuta que lucha con la inundación; 
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero el viejo de las manos traslucidas 
dirá: amor, amor, amor, 
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor, 
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz, 
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita; 
dirá: amor, amor, amor, 
hasta que se le pongan de plata los labios. 

Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto, 
los negros que sacan las escupideras, 
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales, 
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube, 
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro, 
ha de gritar frente a las cúpulas, 
ha de gritar loca de fuego, 
ha de gritar loca de nieve, 
ha de gritar con la cabeza llena de excremento, 
ha de gritar como todas las noches juntas, 
ha de gritar con voz tan desgarrada 
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música, 
porque queremos el pan nuestro de cada día, 
flor de aliso y perenne ternura desgranada, 
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.

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