Me reencontré con Valeria en un enero de pocas lluvias y jazmines tardíos. Fui a Lavalleja por el cumpleaños 80 de mi tía Olga Dipacce, con quien de niño conocí las horas de plaza y tobogan, las horas de la siesta infinitas con un block de hojas, lapicera bic azul y un viejo televisor a color de 14 pulgadas. Mis padres son de allá y iban de vacaciones todo el verano, todos los veranos, me llevaban y yo iba, todos los años deseoso de volver a aquel paraíso de parras y cerros y cuervos y caballos que montaba cada vez que podía y muchas que no debía.
Todos mis recuerdos de las vacaciones empezaban y terminaban en la cocina de la tía. Fue de ella de quien yo heredé mi pasión por la gastronomía. Mi tía adoraba cocinarme, de hecho el día que me fui a vivir a Buenos Aires, fue ella quien se puso al hombro la tarea de organizar una cena despedida en la que hizo ravioles caseros de verdura para los 23 invitados. Recuerdo su mirada anhelante cuando la cena acabó y quedamos solo los más íntimos. Irradiaba imponencia y seguridad a la vez que un cándido temor de anciana de no volverme a ver. Yo la consolaba diciéndole que en exactamente un año estaría de regreso, y que sería yo mismo quien se pondría a cargo de la elaboración del alimento. No mientras yo viva, atronó su voz con firmeza, una nota de melancolía paseó por el aire en el silencio breve que fue interrumpido con risas y bromas que la imaginaban a ella misma cocinando para el banquete de sus cien años. La tía se reía y en verdad casi todos, inclusive yo, consideramos que el escenario estaba muy lejos de ser improbable. Era una mujer recia y llena de un amor inagotable. Su generosidad en verdad no conocía limites. Su inteligencia y lucidez , muy por sobre la media en un pueblito perdido en la sierra, se guiaba siempre sobre los impulsos de su corazón, en los cimientos de intuición fina y su natural sentido de justicia. Una salud de hierro, que ella atribuía a su dieta, era su sello característico, ni yo ni mi mamá ni mi abuelo, su hermano, ni ninguno de los 2.594 vecinos, recuerdan haberla visto enferma alguna vez.
Todos mis recuerdos de las vacaciones empezaban y terminaban en la cocina de la tía. Fue de ella de quien yo heredé mi pasión por la gastronomía. Mi tía adoraba cocinarme, de hecho el día que me fui a vivir a Buenos Aires, fue ella quien se puso al hombro la tarea de organizar una cena despedida en la que hizo ravioles caseros de verdura para los 23 invitados. Recuerdo su mirada anhelante cuando la cena acabó y quedamos solo los más íntimos. Irradiaba imponencia y seguridad a la vez que un cándido temor de anciana de no volverme a ver. Yo la consolaba diciéndole que en exactamente un año estaría de regreso, y que sería yo mismo quien se pondría a cargo de la elaboración del alimento. No mientras yo viva, atronó su voz con firmeza, una nota de melancolía paseó por el aire en el silencio breve que fue interrumpido con risas y bromas que la imaginaban a ella misma cocinando para el banquete de sus cien años. La tía se reía y en verdad casi todos, inclusive yo, consideramos que el escenario estaba muy lejos de ser improbable. Era una mujer recia y llena de un amor inagotable. Su generosidad en verdad no conocía limites. Su inteligencia y lucidez , muy por sobre la media en un pueblito perdido en la sierra, se guiaba siempre sobre los impulsos de su corazón, en los cimientos de intuición fina y su natural sentido de justicia. Una salud de hierro, que ella atribuía a su dieta, era su sello característico, ni yo ni mi mamá ni mi abuelo, su hermano, ni ninguno de los 2.594 vecinos, recuerdan haberla visto enferma alguna vez.
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