A los dos minutos ya no había nadie más que en la ruta. Yo cebaba y mi primo, cuyo ácido humor era siempre efectivo, criticaba al gobierno argentino y me tildaba de facho y de careta cheto, dadas las características de mi emprendimiento y la realidad social apremiante que había en el país.
- Ellos los votaron, Rolo, no me rompas las pelotas. Ahora se quejan.
- Ah, ves que más cabeza de culo no podes ser, no?
- Me vas a decir que nadie sabía que si agarraba el muñeco este, iba a mandar a cagar a palos al primero que corte una calle.
- Sos un facho, andá a cagar.
El terreno subía y bajaba de modo irregular. A los lados, las mansas caras de los cerros, sus blancuras, las largas praderas vacías, las vacas. El auto con las ventanas abiertas y la bolsa de bizcochos ya vacía en el suelo del auto. Fumamos una exquisita flor de marihuana y el resto del viaje se nos fue escuchando un disco del Canario Luna con Jaime Roos. Tarareábamos y nos reíamos con la misma complicidad de cuando éramos adolescentes.
A lo lejos, la casa de la Tía. Ya estamos llegando. Varios automóviles parados aquí y allá; como 5 o 6 motos; una cantidad insólita de bicis y hasta un caballo amarrado a un poste sobre el cordón de la vereda. Veo esto y siento un estremecimiento que me recorre. Gente iba y venía por el jardín. Varios niños jugaban en la calle, con camisitas a cuadros y alegres pantalones de color clarito que denotaban el afán de sus padres por resaltar lo solemne de la ocasión. Había gran humareda saliendo desde el fondo, todo lo invadía el inconfundible fantasma de mi niñez y la melancolía que me negué a sentir en los últimos años cedía, finalmente, ante el ocaso de aquel 25 de enero. Bajé del auto, algo entumecido por la emoción y saludé a los niños dándome cuenta que la última vez que los vi, la mayoría no sabía caminar y ahora saltan y, por supuesto, no me reconocen. No se me va el estremecimiento. La casona había sido recientemente acondicionada, el año pasado parte de la familia se organizó y entre varios juntamos un dinero para afrontar los gastos de una moderada remodelación, porque la tía era muy austera y práctica y no quería saber nada de perder tiempo en obras, ni mucho menos cosas demasiado "elegantes al pedo", como siempre dijo ante cualquier gesto de ostentación material, por moderada que este fuese.
A lo lejos, la casa de la Tía. Ya estamos llegando. Varios automóviles parados aquí y allá; como 5 o 6 motos; una cantidad insólita de bicis y hasta un caballo amarrado a un poste sobre el cordón de la vereda. Veo esto y siento un estremecimiento que me recorre. Gente iba y venía por el jardín. Varios niños jugaban en la calle, con camisitas a cuadros y alegres pantalones de color clarito que denotaban el afán de sus padres por resaltar lo solemne de la ocasión. Había gran humareda saliendo desde el fondo, todo lo invadía el inconfundible fantasma de mi niñez y la melancolía que me negué a sentir en los últimos años cedía, finalmente, ante el ocaso de aquel 25 de enero. Bajé del auto, algo entumecido por la emoción y saludé a los niños dándome cuenta que la última vez que los vi, la mayoría no sabía caminar y ahora saltan y, por supuesto, no me reconocen. No se me va el estremecimiento. La casona había sido recientemente acondicionada, el año pasado parte de la familia se organizó y entre varios juntamos un dinero para afrontar los gastos de una moderada remodelación, porque la tía era muy austera y práctica y no quería saber nada de perder tiempo en obras, ni mucho menos cosas demasiado "elegantes al pedo", como siempre dijo ante cualquier gesto de ostentación material, por moderada que este fuese.
Personalmente no la había visto terminada. El primo Dante colgó un par de fotos de la obra terminada en el grupo, pero la calidad era pésima así como el ángulo y la iluminación. En realidad no pudo haber foto más reveladora que lo que mis ojos vieron al levantar la vista. La casa llena de guirnaldas amarillas y globos blancos y celestes. El jardín cubierto de alegrías y de rosas y de hibiscos y pequeños arbustos con forma redonda. El césped brasilero bien mantenido tenía diminutos arreglos de luz led de tanto en tanto. Las viejas celosías restauradas, la fachada limpia y pintada, unos aleros plásticos muy aerodinámicos, una nueva puerta de entrada.
Salieron las estrellas al cielo. Me saludé efusivamente con mi mamá y mi papá en medio del jardín, mientras Cucho, el bicentenario perro de la tía intentaba girar en torno nuestro para darme la bienvenida.
Salieron las estrellas al cielo. Me saludé efusivamente con mi mamá y mi papá en medio del jardín, mientras Cucho, el bicentenario perro de la tía intentaba girar en torno nuestro para darme la bienvenida.
- Cuántos años tiene este bicho, por Dios!
- Dicen que 20. - me dice mi padre
- Imposible.
- Viste que hermoso está todo, no Hernan?
- Bellísimo, ma. Estoy muy feliz de haber venido. Recién me doy cuenta cuánto oos extrañe.
- Dejá, sos un sorete - ríe mi papa con algo de tristeza solapada.
- Dale nene, vení a saludar a tu tía que no sabes cómo te está esperando, no ha parado de preguntar por vos. Se creyó que venías a mediodía y se puso ansiosa. Viste como son los viejos.
Avanzamos por el largo jardín, la puerta estaba abierta. Fuimos abriendo paso por la casa. Yo no quería saludar a nadie hasta no haberla saludado a ella.
Entré en la cocina como había entrado tantas veces antes en mi vida estoy seguro que me sintió.
- Al fin, por favor!!- Gritó. -Al fin uno que sabe hacer criolla.
Se dio vuelta y me abrazó con un amor que me llenó de inmediato. Lloramos rápidamente de felicidad. Sin embargo no se detuvo en sentimentalismos más que un instante, empujándome me señaló la mesada amplia tapada de cosas.
- Hacéte lugar y empezá con la criolla. -me dijo. Eso hice.
Después de la criolla, corté y mezclé rápidamente una simplificación de coleslaw y ayudé a Susana a terminar la ensalada de fruta. Durante ese lapso me saludé con el resto de los invitados, incluso con algunos que no conocía. En el fondo mi viejo y mis tíos hacían un cordero hacía ya como tres horas. Estaba para salir. Las risas y los gritos desaforados venían de afuera como un torrente.
- Cómo gritan estos hombres..
- Y qué querés, si son Neandertales, mirá, mirá Elsita, mirá a tu marido. Mirá si no es un mono en pinta.
- Un mono pelado, no jorobes.
Tío Hugo, de seguro hablando de fútbol se esmeraba en imitar el festejo de gol de un jugador de moda.
Tío Hugo, de seguro hablando de fútbol se esmeraba en imitar el festejo de gol de un jugador de moda.
La idea de la tía para la gran cena había sido genial. La carne en la parrilla, cordero, vacío y chorizo, y por otro lado una larga lista de guarniciones a elejir. De la plaza barbacoa y la estación de carnes se encargaba mi padrino y otros dos subalternos desprevenidos que él , decididamente cazará y convertirá en sus esbirros. La criollita y coleslaw mías: la ensalada rusa de Susana a la que le ponía siempre aceitunas; una ensalada rusa con arroz, que hizo la novia de rollo y las 2 maravillas de la cumpleañera: morrones rellenos de queso y cebolla (para los vegetarianos) y panes a la chapa.
Había puesto un chapón que Néstor le preparó, sobre las hornallas enormes del anafe Venancio y con una masa de levadura bien chirla, salpicaba la misma usando una cuchara para formar pequeños bollos que después, humectaba con aceite de ajo y romero, rociados con semillas de sésamo. Los ponia de a 10 en un caanasto y mandaba un niño a dar vuelta por la barbacoa para que todos agarren.
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