viernes, abril 29, 2011

1º estación

Yo paseaba, pasaba enceguecido por las ruinas de mi propia persona, una ciudad quemada, una plaza cenicienta abandonada por los siglos de los siglos a un descuidado musgo solitario. Yo paseaba mirando al viejo tiempo vagar de un lado a otro sin querer que la marea me trajera ni un beso ni un abrazo. No quería hacer sufrir, no quería sufrir. Las telarañas crecían en mis párpados mientras mi lengua se contaminaba de puchos y de sueños sin sueño. Tres años vagué en la melancolía del amor, jurando que no volvería a amar. Me acurruqué en mi propio y helado seno, miré el amanecer y fui aceptando la total destrucción de mis estructuras. Hasta el día que por esos azares del destino que no busco comprender, apareciste, con tu sonrisa inmensa y tu promesa de no querer besarme. Ya te había visto, creo que fue en un sueño de esos que te levantan suspirando y te mantienen hasta la noche sumido en una honda fragilidad de ser humano. Poco a poco tus manos hermeticas empezaron a abrirse mostrando las hondas heridas de tus rosas amarillas, de tus verdes jazmines, me asusté. Mi cuerpo me dijo (traicionándome de nuevo como ya es costumbre) que latía un peligro insondable en el blanco cristal de tu mirada. Comencé a dudar de mi propia palabra, comenzaste a dudar de mi propia palabra y tu solemne juramento de soledad comenzó a agrietarse mientras mi amiga la paloma nos cantaba serenatas de enamorados. Hablamos, hablamos una y otra vez sin entendernos, sin comprender que la verdad nos asediaba detrás de una simple mirada, de un simple gesto con los labios, detrás de una simple verdad que nos asediaba entre el humo del porro, entre el insistente jadeo de la perra, entre la grave vanidad de las lechuzas. Ahí comenzaste a enseñarme... creo que había pasado una semana. Me pediste que te secuestre cuando en realidad era yo que quería que me secuestraras en tu aroma perfumado de crema y de luna llena. Prometimos viajar... y viajamos, mucho más lejos de lo que habíamos planeado. Me contaste de un tiempo donde no había más palabra que el sincero pulsar del corazón yo te conté de un castillo donde viví por unos años. Te canté... me escuchaste. Me llamaste, corrí a tu sonrisa mientras lloraba por no ser lo que debo, lloré desconsoladamente mientras me brindabas el renovador misticismo de tus lágrimas. Las flechas de la mentira surcaron el cielo mientras la caballería indomable de los miedos nos fue cercando como una bandada de pájaros negros y maliciosos. Cuando me dí cuenta habían pasado cien horas. Cuando volví a mirar el reloj te amaba con locura y no podía decirlo porque se me abrían las tripas de timidez pero sobre todo de que no lo pudieras decir lo mismo. Gritamos, golpeamos cosas, rompimos cosas de vestir y hubo golpes en la pared y en la mampara, pero nuevamente algo vino en nuestro auxilio... creo que es el amor, esa vieja hada del bosque, de mirada helada y corazón en llamas vino a calmar nuestros volcanes con caricias de una hora taciturna, con silencios y con besos de un ocaso de abril. Ahora, una estación después de haber conocido la tibieza incalculable de tu interior, te prometo intentar saltar todas las maldades de la desidia, todas las trampas de la convivencia, para abrazarte hasta que caiga la noche... si me esperas, si tenes la paciencia de cuidar de este perro herido por la luna, de amamantar a este huérfano de alma que suplica el elixir de tu aliento, el amparo incomparable de tu abrazo. Soy tuyo...

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