jueves, noviembre 22, 2018

Disfraz de Valkiria

El tiempo está suspendido. Parado como una mosca que frota de forma repugnante sus patitas, sobre un pegote de azúcar arriba de la mesa. Es el sueño del amanecer y en medio de un caos de sensaciones desordenadas, me sumo en imágenes perturbadoras en las que esporádicamente aparece una especie de monstruo o demonio terrorífico y repugnante. Un vampiro. Tengo la sensación que me viene siguiendo hace meses, de no ser esa la primera vez que siento su energía oscura y profundamente antigua dentro del reino íntimo de mis ensoñaciones. Me arranco de un tirón, abro los ojos con esfuerzo y la realidad intenta abrazarme, pero yo sigo con un pié en aquel otro mundo, mi conciencia prefiere el cuarto apenas ilumiado y lleno de silencio, ante esa plaza abominable donde parado detrás de mí, me mira fijamente éste ser misterioso, con la piel como corteza de árbol fósil y los ojos como huevos de reptil prediluviano. Pero la solidez de ese espanto, o tal vez la fuerza de voluntad del humanoide ignoto que me acecha con persistencia, me producen un peso sobrenatural en los párpados, un mareo de náuseas y sumisión, que me arrastra igual que los dioses del mar arrastran en la brutal resaca, a las víctimas de ahogamiento. El escenario se reparte ante mis sentidos de nuevo y estoy en la vereda de la misma ciudad, lejos de aquella nefasta plaza, pero un resabio de miedo todavía me pincha entre las costillas. El demonio vuelve a enfrentarme silenciosamente. Se ve diferente, pero estoy seguro que es el mismo. Me arden los huesos y un grito se me atora en la garganta. Me arrastro con el último suspiro, clavando las uñas en la arena de la playa del cuarto donde salpican las primeras luces del día. Ni bien el aire entra en mi boca reseca y aterriza al fondo de mis pulmones, me incorporo sentándome en la cama, me chorrea el agua del sueño por la nariz, perece que estoy vagamente a salvo, pero es demasiada la gravedad de aquel otro planeta y me temo, con horror, no poder tirar el ancla de éste lado de la realidad. Las olas me golpean, una urgencia me reclama y finalmente me vuelve a engullir. Ahí está otra vez, esperando inexpresivo e inevitable. El pánico es ahora total y vuelvo al cuarto con la certeza de no tener más chance que esa, de escaparme de sus garras. Logro reventar las amarras, me saco ese chaleco de fuerza junto con la certeza de no volverlo a enfrentar, por el momento. Estoy parado jutno a la cama, dominando, por fin, la inexplicable situación. Estoy despierto. Siento entonces un alivio narcotizante y vuelvo a acostarme, estoy a penas sudoroso. Presiento que hay mucho más. Me parte la ausencia flagrante de aquello que es imposible de describir. Una puñalada trapera que vibra montada en una sensación de pieza faltante, lejísimos del mundo de los nombres humanos. Por fin me hallo bajo la luz del mediodía, en un punto indeterminado pero demasiado familiar, de la rambla de palermo. Chato, el horizonte es la hoja de un cuchillo que corta el cielo y el río, pero acá, donde estoy yo, sobre el granito naranja, estoy viendo destellos verduzcos, vivos y saltando entre crestas de espuma al viento. Por fin una insólita certeza, un no me acuerdo de nada y no me interesa más que este apacible paisaje de rambla montevideana. Me permito volver a soñar tranquilo. Y comienza la acción. Distingo acercándose por el agua una suerte de transporte acuático, formado por barras de hierro encastradas entre sí. La estructura, similar a un andamio de construcción, flotaba sobre una base apenas flotante, hecha de algo así como chapas de contenedor. Tal vez fuesen del típico contenedor rojizo o terracota que vemos en los barcos de carga. El artefacto podría medir unos 7,5 metros de eslora y venía con gente a bordo, gente que apestaba a mar y a cagada de gaviota, con angustia de reo, dolor rancio por sal y amenaza de gota. El piso de la nave trae agua a bordo, mucha agua que se ha colado por el evidente sobrepeso transportado. Entonces distingo a Valkiria, de ojos ensombrecidos, como víctima de una posesión mental que la reduce tan sólo a su figura física. Sin alma. Ya estoy nadando en el río, sin instancia intermedia, floto y nado sin esfuerzo hacia ella. La figura vigilante, similar a un viejo capitán pirata, de negro mohoso y carmín ennegrecido, se erguía también distante e inhumana, a pocos pasos de Valkiria. Me trepo al transporte, curiosamente no experimento sensación alguna de humedad o mojadura. Tampoco hay sensación de heroísmo ni de peligro, todo se desarrolla de forma natural, pero sí una leve urgencia por su abrazo, sí un intentar sacarla de aquel tristísimo estado de ausencia. Lo logro. Llego a ella. La estoy abrazando y ella no está dando cuenta de lo que en verdad sucede. Ella no puede despertarse en mi sueño. La toco pero no la puedo abrazar. La abrazo pero no la alcanzo y ya no estamos en el barco sino en un rincón apenas penetrado por una última luz mate. El pelo negro de Valkiria se batía, ahora, en forma de cuervo y de humo carbónico, inundando la habitación azul, como un ser prehistórico, inundando todo mi interior. Una prenda blanca cubría su pecho y obsequiaba el espectáculo de sus hombros del color del trigo, dejando a su vez al descubierto, la inmensa longitud de sus piernas, torneadas por el sonido del tambor y las noches de Olimpos de barrio, forjadas en arenas de todas las playas del mundo. Estoy besando su cuello, mientras que con la siniestra me aferro de la carne erizada de su costado. Con la nariz apunta al cielo, y la palma de mi diestra, apoyada con un poco de fuerza sobre el perfecto ángulo de su quijada. Es un universo abierto, estoy en su interior, sabiéndolo todo, ella llueve sobre mí y siento ahora sí, la ineterminable humedad en mi propio ser, y más aún en el suyo. Nos amábamos entonces, más allá de la distancia y su olvido ambulatorio, nos amábamos en el cúmulo de sensaciones irracionales, perdonando los fracasos, las lágrimas e incluso a los años en que nuestro amor no fue más que la fábula de un idilio finalmente fallido. A su misma vez estamos sentados en el pasto, bajo cierta palmera, bajo cierto sol. Ambos miramos el horizonte marino dispuesto frente a nuestro amor olvidado, nos tocamos las manos. La vulgaridad urgente de una alarma me arranca de su lado, devolviendo mi conscienca a la otra orilla, a ésta, donde Valkiria ya no está a mi lado y donde nunca volverá a estar. Guardo el tesoro de su perfume en la piel estremecida. Me incorporo con dificultad, me arrojo a la vida lleno de ella. Sin ella. 

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