martes, mayo 14, 2019

Thomas Whitecastle

A lo largo del último mes, tuve oportunidad de pasar reiteradas veces por la calle Juan Carlos Gómez durante la hora 9. Por lo general voy absorto en mis propios pensamientos, entre los que nunca faltan, como bien saben quienes me conocen, el vuelo de las partículas de polvo, el errático comportamiento de los qubits y, casi siempre, el porcentaje de hidratación que debe tener la pizza ideal. 

No obstante, ayer me sentía intrépido, aventurero y propenso a tomar decisiones que me ayudasen a cambiar el rumbo de mis días rutinarios. Fue entonces que pasé por la puerta de una coqueta oficina,  nunca antes sentí interés por ella, ésta vez me detuve como guiado por un poder superior, en el que nunca he creído, a través de las ventanas se podría apreciar la seguridad y la cálida amabilidad de un ambiente laboral muy apacible y elegante. Thomas Whitecastle, broker de seguros, rezaba en pulcras letras blancas, un letrero adehrido en una de los vidrios. Sin haber tenido en mi vida ningún tipo de contacto con el mundo de los seguros, me pareció creer en ese momento que esa oficina era el lugar en el mundo donde debería yo, regalar mi plus valía hasta el día de mi retiro. 

Me recibió la mirada sorprendida de la persona más cercana a la puerta cuando toqué el timbre para entrar. No sin una cuota de asombro, sonó como un pulso eléctrico que destrabó la puerta permitiéndome el ingreso. Me presenté, adjuntando de forma inmediata, mi solicitud oral de empleo inmediato. Juro que en ese momento, nada me parecía más urgente, más precioso que ingresar inmediatamente a trabajar para Thomas Whitecastle, broker de seguros. Tan pronto como formulé mi deseo, recibí una dudosa negativa y un soso alegato de "de momento no estamos necesitando personal".

Fueron necesarios los esfuerzos de dos elegantes funcionarios y el discurso calmado y algo dubitativo del guardia de seguridad para comenzar a disuadirme. Sin embargo, al ver la camisa planchada de uno de ellos, olfatear la calidad de su perfume importado, mis bríos se renovaron y comencé a pedir, con vociferaciones varias, una reunión inmediata con el señor Whitecastle, quien según uno de los muchachos, se hallaba en una importante reunión. Aunque creo que miraba asustado a través de una colosal puerta entornada, decidí creerle y acto seguido, como en una lamentable capitulación, escribí mi número de celular en un volante arrugado que traía en mi pantalón y demandé que ni bien el señor se desocupase, se pusiese en contacto conmigo para solucionar aquel vergonzoso malentendido. 

No sé en qué momento se lanzó el primer puñetazo, ni cuál de los involucrados en la pelea general fue el responsable del lanzamiento de la grapadora que destrozó el ventanal con el letrero. Solo sé que 4 segundos después de que el último golpe fuese asestado en mi traquea, perdí el conocimiento, para retomarlo solo cuando estaba dentro del patrullero rumbo a ma seccional primera, por suerte a pocas cuadras del sitio del suceso. Afortunadamente me dejaron ir un par de horas más tarde, luego de explicarle todo el asunto a un moreno agente de escritorio que me observó todo el tiempo con aire piadoso. No hay caso... La gente está cada día más loca. 

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