jueves, diciembre 15, 2016

LXXIV

    Finalmente habían llegado los primeros minutos del 12 de diciembre. Exactamente un año desde aquella perfecta primera noche de amor con V, la noche de Aquel Abrazo, donde por la tormenta imprevista tras un tórrido día de calor, germinaron las rosas suicidas de nuestra pasión, dd nuestro mundo finalmente imposible. Además también se cumplían dos meses desde el último abrazo, aquella noche pesada y culminante en la que el calor adelantado en octubre nos fundió llenos de reservas en un ultima mirada del mas inmenso de los amores cobardes. En 18 y Yí, a las 21 horas se diluía la irregularidad que el destino puso frente a nosotros para que seamos felices y que al final desperdiciamos en un mutuo gesto de protección ante la amenaza de un amor verdadero. A diferencia de la última vez que pasé dos meses sin abrazarla, entre junio y agosto del mismo año, esta vez ya no deseaba hacerlo. Mi cuerpo no gritaba ya su nombre en medio de la soledad, sus ojos no tenían ni agua ni fuego para los míos, todo fue morirse de sed y eso eramos "alguien que una vez conocimos". Sobraron los motivos del adiós desde el día 20 de aquella no-relación. Sobraban ahora los motivos para abandonar definitivamente su hechizo de bravura delirante, su senda hacia una incertidumbre en espiral que fundió mis sueños, en otra despedida sin consuelo, otro pañuelo de sombra en el anden. Esa locomotora de pena y de glorias, finalmente se hundió en la profundidad del pasado. 
    Al escribir éste, el último capitulo, era necesario, casi vital, tener un gesto con su recuerdo. Dar el ultimo aliento de perdón y despojo ante el entramado del destino. Mientras lo hago, la luna soberbia enmudece alta tras la ventana del cuarto en la casa del Pela. Mi primo la había visto en la feria del Parque Rodó, cuando lo mencionó comprendí que aquel era el último estertor, era el sentimiento que necesitaba para afrontar la tarea de escribir el último capitulo, cuya creación fue por demás dificultosa ya que es sabido que el autor suele temer ante el desprendimiento de su obra, por que una vez culminada, esta deja de pertenecerle.      Ella estaba. Vivía y era toda ella, mas allá de mi aplastante voluntad de negarla para siempre, V siempre iba a estar ahí, inalcanzable, fuera todo rango de acción, a salvo y mas allá de cualquier eventual recaída de mi deseo, a medio instalar detrás de mis más crueles certezas, recordándome que a veces el corazón se niega a si mismo la verdad que el resto del universo nos despliega, cuya totalidad es resistida en nombre de una fuerza de voluntad casi desquiciada. Dejarla ir había sido un ejercicio de lo más tormentoso, tras el cual resulté bastante beneficiado por mis propias decisiones y fui capaz de, haciendo acopio de mi poder personal, restablecer un orden impecable a mi vida, forzándome a una disciplina inflexible y volcando los excesos insoportables de energía en mi cumplimiento con la demandante labor de cocinero el Quo. Cada día me sentía más agradecido de no haber podido enlistarme en el ejercito.
    Tampoco podría dejar de agradecer ni de mencionar a PM, quien desde todo su cariño, su corazón tierno, su valentía y su incalculable belleza, fue para-medico de mi melancolía y rompió las barreras de su asfixiante rutina para estar a mi lado, escaparse de las enredaderas oscuras de su laberinto, dejarse al crecimiento de mi flor en su mejilla, dedicarme su tiempo y su atención, así como su cariño, sus mañas y sus celos pueriles sin motivo. Haber, de forma espontanea y legitima, comenzado a quererla y que ella me empezara a querer del modo que lo hacía, con total valentía, fue también un componente de alto valor para esta victoria ante la adversidad que ahora celebraba en las noches de mediados de diciembre, con sonrisas y tremenda entrega y sacrificio y un humilde desapego que jamas había sentido antes, un sosiego activo que me ponía en situación de privilegio ante los últimos minutos de aquel 12 de diciembre, cuando con Andy y con Tati, nos sentábamos en la Plaza Matriz vacía y la campana de la catedral metropolitana nos saludaba al pasar con su último anuncio de aquel día de nuevas aperturas y de clausuras, en resumidas cuentas, de renovación del ciclo en su año lunar que tanto marcaría mi alma en todos los años subsiguientes.
    Todo el día trascurrió con la naturalidad de un lunes tórrido en Montevideo. Un calor que el viento era incapaz de disipar. Trabaje de forma habitual, incluso me quedé tres cuartos de hora mas por el simple hecho de sentirme bien y estar ahí. La cocina del Quo ya se había vuelto casi mi hábitat natural, el grupo de trabajo se compactó y era aun mas eficiente y los lazos de camaradería generados,  se hacían sentir en el frenesí del almuerzo como una clara materia aglutinante que facilitaba la cooperación y la colaboración. Disfrutaba una enormidad de la aguda y rustica inteligencia y el ácido sentido del humor de León, que tenía mi mismo cargo pero con un año de antigüedad, disfrutaba de la practicidad alborotada y la calidez de Natalia, la esposa del chef, hasta disfrutaba de la perturbada arrogancia y la tierna veta humana de Fernando, que padecía un efecto similar al apunamiento, tan común entre los que como él, trabajaron  muchos años en el primer mundo y volvieron a Uruguay, donde el ritmo es pasmoso y la chatura casi infinita. Pero tal vez el goce máximo era disfrutar del conocimiento, la visión creativa del chef Guillermo, quien desde su impecable serenidad, dominaba aquella cocina casi siempre sonriendo o cantando o enseñando fundamento gastronómico o avisando que cuidado la focaccia, aunque también era capaz de transmitir una lección embebido en sorda furia y cambiar el color de su rostro con refinadas puteadas siempre sin perder el respeto, con el cual se abrió camino en la vida y a sus 40 años, era ya el completo señor y dueño de su destino. 
   A las 20 horas salía yo de la casa de mi madre, previo café y conversaciones íntimas con mis dos hermanas y otras de caractet mas abarcativo con mi mamá, quien desde su hermosura serena y cansada, sentenciaba sus tiernas verdades con el puño apoyado en la sien, sobre su cama ubicada en el justo lugar donde fui concebido. Atendía yo a la melodiosa frecuencia de su voz y me dejaba viajar sin reservad en los meandros de sus decretos, su espiritualidad y su sabiduría pecada por una educación demasiado aferrada a los bienes materiales y a cierta calidad de vida que su marido, con muchísimo esfuerzo y su superlativa minusvalía emocional, era apenas capaz de brindarle. 
   Salía entonces, cerca de las 20, igual que otras miles de veces a lo largo de mi vida, por la puerta del edificio hacia la amplia explanada. El día había estado colmado por el calor y en los inicios de la noche, éste no aflojaba, persistía con la luna entreverada en oscuras nubes de tormenta que moteaban el cielo, mas allá. 
   Seguía siendo 12 de diciembre. En ningún momento padecí debilidad ante la certeza de saber que ella pendía al otro extremo del hilo que me remontaba como una cometa en la tranquilidad de su ausencia, al reparo de su muerte en mi corazón. Ni siquiera tuve que refrenar el impulso de correr a su balcón, a cantar mi serenata de jazmines y que no abra su ventana, porque a pesar de haber existido, fue tan débil frente al proceso de crecimiento personal que había atravezado para llegar a ese momento de mi ser, que ni siquiera en estado de ebriedad hubiese movido un pié hacia la sombra de una mera posibilidad de volver a enfrentarla, ya no. Caminé por peatonal Sarandí respirando un aire igual al de aquella primera noche de encuentro y aun así, aunque el revés del tiempo fuera una caricia de calma y consuelo para mi sangre, no podía evitar sentir su presencia como una cicatrpiz definitiva en mi vida. Sentía finalmente bajo mis piés, la costa de su duelo,  a la que arribaba cascoteado y todo tajaeado, pero hacía pie, me apoyaba finalmente en la tierra firme de mi propio destino, una vez que crucé la calle Colón y aceleré el paso hacia la abstracción y el silencio de la casa del pela, me detuve. Giré sobre mí y dando la vuelta recordé la retirada ganadora de la Gran Muñeca del 15, aquel verso, ir tan solo apenas, un poquito mas despacio y ver a los amigos, delirar un rato... y me arrimé a la puerta de la casa de Andy, chiflé y salió a abrirme. Bajamos a la calle y camino a la rambla, el cielo comenzó a iluminarse con las luces de los rayos. Rompió a llover. Al igual que el 12 de diciembre anterior, de forma sorpresiva y en el comienzo de la noche, el cielo regalaba su gesto de amor por la tierra y al igual que aquella primera noche junto a V, lo que parecía una lluvia hasta el amanecer, se detuvo a los 10 minutos y el olor a mar y a tierra y polvo mojado se apoderó del aire. En ese momento sentí un minúsculo desgarro en el plexo solar, era la confirmación, la ultima y certera señal de la misma muerte. El cierre redondo de lo que nunca había comenzado. Solté su perfume y la magia se disolvió en la lejanía del río de la plata. 


FIN


   

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