miércoles, diciembre 07, 2016

LXXIII

    Finalmente llegó el día del estreno en el teatro Paso de las Duranas del espectáculo 2016 de la murga Se Mamó la Ternera. El día empezó en el cuarto del fondo de la casa de mi amigo el Pela, de forma completamente habitual, salvo que ese día había aprovechado para dormir al menos 30 minutos más, de cara al desafiante día que me aguardaba fuera de la cama. 
      El cielo limpio y celeste se agitaba con suavidad por encima de la Unión y en la parada de ómnibus de 8 de Octubre y Comercio, la gente poblaba el paisaje con su habitual torpeza. El sudor matinal provocaba una pátina de brillo en las frentes de quienes aguardaban su viaje al Centro. Pasaban los Tala-Pando y los 7A que van a Zonamérica por la vereda opuesta y de sus ventanillas se volcaba ausencia y frialdad, mi pecho sentía cada uno de sus movimientos y a la vez... los dejaba pasar sin más. 
     Llegué al Quo con 5 minutos de anticipación a mi horario de ingreso, saludé cordialmente y bajé a cambiarme. La jornada que me aguardaba al volver a meterme en la cocina, no iba a ser fácil de pelar. Vestido con mi uniforme y mi gorro de cocinero, comencé junto a Natalia a verificar que todos los alimentos para el servicio estuviesen en orden y en su cantidad necesaria para afrontar la hora del mediodía sin tener ningún sobresalto ni agotamiento de ningún producto. El chef Guillermo puso un par de Pides del día anterior al horno y como era rutina antes de las 10 de la mañana, hicimos café y desayunamos mientras íbamos haciendo huevos duros, preparando arroz del día, cortando tomates, contando lavash y el chef horneaba pan de focaccias y armaba también una o dos bandejas de Pides para el servicio. 
     El sol iluminaba el salón, contagiando un calor intenso que poco a poco fue ganando terreno tras la barra, instalándose para todo el tirón entre el personal. Fue soportable. A eso de las 11 de la mañana ingresó al establecimiento una señora mayor, de unos 75 años de edad en pésimas condiciones de salud a juzgar por su apariencia. Se sentó en una de las sillas, su cara lucía grave y tosía provocando un sordo ahogo, un sonido perturbador similar al de la muerte. Fernando, el otro dueño y cajero del Quo Pide House se aproximó a la señora con aire de sobresaltada curiosidad y le preguntó si se sentía bien. Yo pelaba los huevos duros y hacía papas para las ensaladas mientras limpiaba mi lugar de trabajo para llegar al mediodía con el orden y el aseo que es vital si se pretende atravesar las dos o tres arduas horas del almuerzo. La señora dijo que estaba bien, pero no lo estaba. Tosía de manera muy brusca y al rato sacó de un bolso un inhalador al que le dio varias chupadas antes de quedar como ida, apoyada sobre la mesa. Fernando, nuevamente muy atento, volvió a ella y ante su falta de respuesta la sacudió con suavidad, la señora le preguntó si podía llamar a la ambulancia y en un segundo el local quedó paralizado, era ella la única ajena al personal. Llamamos al 911 y en menos de 10 minutos la policía había estacionado en la intersección de Colonia y Tristán Narvaja y se llevaron a la mujer que entre balbuceos preguntaba en qué idioma hablábamos nosotros, que si era ruso o griego. Evidentemente estaba muy confundida. 
    Todo el incidente logró deshacer por completo la fragilidad en la que se sostenía mi estado de ánimo, una profunda angustia me ganó por completo a raíz del episodio. Tanto fue el impacto de la escena que ingresamos en el horario del servicio casi sin darnos cuenta y cuando quise acordar el salón estaba lleno y las comandas salían disparadas a toda velocidad. Yo iba y venía tras ellas, pero no estaba realmente allí, me volví impreciso, desconcentrado y me sentía terriblemente triste. Se me quemó un Wrap en el horno y tuve que cambiarlo de lavash a la carrera y sin que el cliente se percatase, Guillermo me asistió con severa celeridad y el incidente no pasó a mayores, sin embargo, cualquier error en la cocina, trabajando o no, siempre me produjo una sensación de enojo muy grande, esta vez no fue la excepción y tuve que combatir la mezcla de impresiones mientras salían los licuados, los exprimidos, las limonadas, los Fast-Fun de Panchas, de enchilada o de pollo. Estaba peligrosamente ausente. En una, Natalia se me arrima y me dice, no te desconcentres, no me dejés sola. En las pocas semanas que llevaba trabajando con ella, había aprendido a conocerme en ese sentido, se daba cuenta que cuándo me equivocaba, me enojaba y terminaba desconcentrado, esta vez se aproximó para pedirme que no lo hiciera.  Asentí con la cabeza pero no pude volver de lleno al partido. En determinado momento a mitad del servicio del almuerzo las ganas de llorar me arrollaron totalmente, tuve que, con el último esfuerzo, pedirle al chef que me dejara salir a "tomar aire" un segundo porque no me sentía bien, sin dudas no era el momento indicado para salir, pero me vi forzado a hacerlo. Dale, me dijo, pero andá volando. Salí efectivamente volando y me senté a un costado del local, donde por lo general salía a fumar en mis breves momentos de descanso. Una ola de emoción rompió sobre mis espaldas y unas cuantas lágrimas se me cayeron de los ojos sin poder ofrecer más resistencia que la de la de la mano que las restriega con un poco de negación. 
    Volví adentro y me zambullí en lo que restaba de la locura del almuerzo, a los pocos minutos había ya podido restablecer la relativa solidez de mi estado de ánimo y por sobre todo, la efectividad y la prestancia a la hora de atender las exigencias que tenía el puesto del cocinero. Porque el chef me lo había dicho ya, vos no sos ayudante, los ayudantes pelan papas y lavan lechuga. Vos sos cocinero pelas papas, lavás lechugas pero también hacés masa, controlas que las cosas no se quemen, armas los platos, aprendes las técnicas, metes los dedos y probas todo lo que se vende. Tenés mucha responsabilidad, hay compañeros tuyos que hace mucho más tiempo que están y no hacen muchas de esas cosas. Era cierto, debía encontrar fuerza en la flaqueza y estar a la altura del  desafío que tenía por delante, que por más intenso que fuese, era todavía previo a la al que me deparaba la inminente noche del estreno.  
    Amarillo dorado que derrite su brillo en la grasitud del pavimento, tránsito humano ligero y trabado, perdido, vulnerable y siniestro a mitad del día, pasan los coches, tocan sus bocinas, la luz se hace como una mandarina que se parte en gajos, revelando la infinidad del tiempo y enfrentándola a la fugacidad de nuestro tiempo, este otro manojo de luminosas que le mustra los dientes a la muerte, al menos una hora, una hora ida, una hora perdida, hora de honorable atenuación de los dolores, hora de crema batida en las penúltimas espaldas de un amor que jamás existió, minutos que parecieron horas podridas, horas podridas que se sintieron como minutos de divina eternidad o una hora de relleno, sustancia de esta vida, sentimental refuerzo de soledades y compañías apenas comprensibles. 
    Mientras escribo, el gato del Pela lucha ferozmente contra una bola de pelo incrustada en su garganta y tose haciendo el ruido de una niña vieja, surfeando una oscuridad que simula un cándil varado en la nada, pero que no lo es.  
      Pasa de golpe el servicio del almuerzo, destellos celestes van de una punta a la otra sin que nadie vea nada, las naranjas cortadas en mitades dejaron sus cáscaras en la papelera junto a la bacha, su jugo en los vasos de los clientes, pero toda su esencia se fue emplazada en mi alma, su destino de exprimido fue estela de rabiosa pasión cítrica, pulsando por Tristán Narvaja, rumbo norte. Caminé hasta la tienda de mi hermana, hacía días que no nos veíamos, muchos. Toqué el timbre y desde adentro me sonrió con esa sonrisa que me derretía de amor y salió con su alocado paso saltarín a abrirme, su abundante y enrulada cabellera venía a mí con su tremenda alegría, pero estaba triste, había olvidado que ese día tenía un examen de fagot, simplemente se había olvidado y estaba triste y hacía días que no la veía. Nos abrazamos, ese fue otro abrazo lindo. Estaba muy apurado ya que en el club todos mis compañeros estarían en ese momento, ya maquillados y con la maquinaria dando sus últimas vueltas antes de emprender el viaje hacia las Duranas. Carla iba a ir hasta Colón a buscar a Lucio y a Tamara y junto a mi cuñado y mi sobrina, irían a verme. 
      Me despedí de ella y medité acerca de qué ruta me convendría hacer para llegar al Recoveco lo antes posible, evalué combinaciones de ómnibus que podría hacer y ninguna me resultó viable ya que no tenía en ese momento la tarjeta STM que te permite realizar viajes compuestos, de modo que al tampoco tener una línea directa hacia Garibaldi y Terra, tuve que caminar unas 15 cuadras desde Tristán hasta Rondeau, donde un 169 me dejaría bien cerca de mi destino. Recuerdo que antes de decidirme a caminar, el apuro y la intranquilidad me vencieron, forzando a mi cabeza a preguntarse "qué hago" y recuerdo también mi reacción espontánea de tranquilidad y placer cuando la parte más saludable de mi personalidad dejó escuchar su voz en mi oído diciendo "y bueno, me voy cantando murga", eso hice. 
     Tal vez unos 40 minutos después de haber cumplido mi horario de trabajo, llegaba finalmente a la puerta de el cómodo local de ensayos de la calle Garibaldi. Me metí para adentro en una mezcla de euforia, calma y total abandono. Mis ojos fueron colmados con la poesía del panorama, el color, la prisa, la luz del día invadiendo la sala grande del Recoveco por las ventanas de hierro esmaltadas hace mucho tiempo con color blanco, algún niño corría en círculos, se respiraba una tensa tranquilidad, una agradable antesala para lo que serían las horas venideras.
     Mis compañeros maquillados por mi tío Raúl, iban y venían cargando cosas y apilándolas de forma más práctica. Me pintaron la cara en 10 minutos, Camilo me colocó la base blanca de forma tan rápida y eficiente que apenas lo pude creer, de ahí, cambié de asiento a uno que daba hacia la ventana y el sol se me caía arriba. Mi tío, me pintó los colores y los rebordes negros bastante rápido también, parecíamos una suerte de mapaches festivos. Llegué a la última estación de maquillaje, donde B, aquella amiga de la murga con quien tuve sexo casual después de un festival, allá por el mes de julio, me ponía brillantina por toda la cara. Todo muy a lo tablado, nada de exquisitos  y rebuscados maquillajes. Todo era desmedidamente real y legitimo y estaba sucediendo a toda prisa.
      Cuando quise acordar el camión estaba prendiendo el motor y adentro, Se Mamó la Ternera partía sin temor hacia la verdad de su suerte, salía desde su barrio hacia lo desconocido, en su viaje trascendental, partía por Garibaldi en su odisea de resiliencia y constancia, como una flor silvestre sin clase que admira la caricia del sol de noviembre, amando hasta los huesos ese ritual de cantar con amigos, de compartir lo que creemos, ese gesto de amor colectivo hacia el arte, la sociedad y la vida misma. 
      El tema del camión fue algo digno de un detenimiento en este relato, resulta que ese año, a diferencia del anterior, no salía Pablo Lazo con nosotros, el gordo. El gordo tenía suma facilidad para pensar en dinero y en cómo producirlo y administrarlo, era un tipo práctico y cerebral que se recibió de Economista y dejó la murga. Sin embargo podíamos decir que era nuestro principal seguidor. Al dejar el proyecto, allá por Mayo, la murga se vio incapacitada en su visión comercial y el dinero recaudado no era mucho en comparación con lo que debería ser tras un año de experiencia. De modo que nos vimos a recortar, entre otras áreas, en el rubro destinado al transporte. El año anterior, en su debut, la murga fue a las Duranas en una bañadera tradicional que nos costó algo así como 100 dólares de éste momento. Este lo año solucionamos con 30 dólares al rentar un camioncito con toldo donde una vez que nos fuimos subiendo, nos dábamos cuenta que no había sido lo más prudente, ya que en el espacio tan reducido, donde estábamos por supuesto, parados, apenas cabíamos todos y el apretuje era infernal y faltaba el aire y había olor a cuerpos con ansiedad y demasiado calor. Sin embargo, todos encontramos en ese incómodo viaje hacia las Duranas, la verdad de la murga de nuestra infancia, cuando todas las agrupaciones viajaban exactamente del mismo modo que lo hacíamos nosotros ahora.
   Al llegar a la calle lateral del teatro, el camión sufrió un pesado estrés al verse demasiado cargado de peso para remontar el repecho que asciende hasta la calle Trápani. Más allá de la abertura trasera del fondo del toldo, la nube de humo despedida por el escape era de un gris denso y se percibía a todas luces que los que estaban en la vereda, nos puteaban fuerte. Tras largo esfuerzo y carcajadas de nerviosismo y gritos y cánticos, el camión rodeó el predio del teatro para llevarnos a la entrada al escenario. Descendimos, bajamos las bolsas con los trajes dentro y fuimos ingresando al recinto de a uno, ascendimos la escalera, el tiempo era un remolino feroz cargado de ilusión carnavalesca, el estómago daba vueltas como las luces de un circo perdido en la madrugada de la tarde que estaba por ser apenas noche en el barrio del Prado. Pusimos todos los pies arriba del escenario y los trajes, y la escenografía, todo era una maravilla milagrosa de nuestro afán por estar ahí, el verdadero gesto del universo hacia el temple de nuestra voluntad grupal. No había casi nadie tras el telón cuando subimos a poner la escenografía y aprontar el vestuario tras bastidores. 
   En uno de mis idas y vueltas del escenario al camión, me topé con una muchacha  que en la vóragine del armado me pidió un minuto para una nota en una tal radio on line. Accedí, por supuesto y junto a ella ascendí las escaleras de la platea hasta el puesto donde  estaba la consola, los micrófonos y la gente del programa. Aproveché la instancia para tocar un tema que me inquietaba casi desde comienzos del año. Los recortes en el presupuesto destinado al encuentro Murga Joven. En resumen intenté centrar el contenido de la nota sobre los moderados pero progresivos ajustes l presupuesto destinado al encuentro, recordé que en la últimas ediciones, cada vez más sacaban poquito más y que era evidente que ante tiempos como éstos, la clase gobernante prefería disminuir el ruido de las voces cuya opinión podría no estar del todo acompañada con sus políticas. Qué era prudente estar atentos y defender ese espacio de tanto tenor militante, porque éramos solo un amplificador de la voz de la gente. Mil jóvenes en accion conjunta eran una fuerza que gustarían mantener moderada con vistas a un futuro de retracción económica y de intensificada fractura social.
   Cuando regresaba, escalera abajo hacia el universo fugaz que habita el escenario antes de descorrer el telón, me crucé con mi papá, mi tía y su marido, el tío Daniel. Desde el día del penoso y violento incidente que no veía ni hablaba con mi padre, más allá de la breve correspondencia que mantuvimos apenas un mes antes. Me acerqué a saludar e intenté naturalizar el momento y así fue, sin embargo, dentro mío, poder abrazar a mi padre, cuidando que el maquillaje no se me arruinara, fue un instante que me produjo una honda sanación y un tremendo bienestar. Lo necesitaba antes de subir a cantar. 
   La murga se posiciona detrás del telón, cada uno ocupa su micro y por un flanco del escenario pude ver que el crepúsculo había profanado el día ya, dando lugar a una cálida y mágica noche de carnaval en noviembre. El espectáculo comenzaba con la murga parada estática en una foto de fingida arrogancia, ahí estábamos, finalmente. Desde afuera se escuchaba la voz de la presentadora leyendo por los parlantes los agradecimientos que el director había escrito días atrás. El corazón dentro de los huesos pateaba el esternón con estrépito salvaje. 
     Se abrió el telón y ya era de noche, las últimas luces del día resbalan definitivamente por el poniente. Dejé de sentir el latido frenético y pide percibir con clarifad la vastedad de los sonidos minúsculos del teatro, el silencio expectante era casi atronador. Acomodé mi cuello durante ese momento casi infinito y entré en la zona, el poder ritual de la experiencia fue muy fuerte, en ese segundo el tiempo se volvió una sustancia gomosa, como una melaza muy viscosa que se arrastraba lenta y abrumadoramente, volando por cada una de mis células hasta encender con las luces de la murga la totalidad de mi ser. No era de extrañar que frecuentemente se le adjudicarán cualidades divinas al carnaval, cualidades relativas a los dioses y a sus sempiterna fiesta bacanal. El universo regula y se comprime en una solo punto amistad de mi pecho, el aire de torna una materia de ensueño y realmente la existencia pende de un solo hilo de luz. El director lanza los tonos y choca las palmas de sus manos, la murga se planta y combate el delirio del mundo cotidiano con un acorde libertario . Retuerce el trapo mugroso de la vida en la ciudad y zarpa la clarinada en un desenfrenado raíd de locomotora hacía la nada. Escupe, vomita, sangra fuego contenido y mil espadas plumas cervezas y esquinas se derraman de golpe  bajo la diversidad de las luces. Momento de hondo egoísmo previo a la total entrega desinteresada. Zigzag de púbico vibrando en una misma constelación de acordes dispares, de lanza llamas y diminutas linternas de oscuridad azul o luz violeta. Danza posea ante una mirada inquisitiva y a su vez conmovedoramente permisiva, pero sobre todo fugaz, todo es tan fugaz, vieja juventud. Litros de insomnio y compromiso de fierro fundido en abrazos esporádicos y funciones de sombra que derriten las barreras del orgullo y ahora un vino, una gota de polen dentro de el viento asustadizo. Vernos vagar por la Ciudad del tablado perdido, sentir la remisión del dolor de estar presente, apartada del sol de esa muestra de sangre en banal vanidad sin fronteras. Humo de la piel que se quema de encantos. Viaje al superior país de toda el agua del mundo. Vamos, bohemios desdichados del pasado. Remontando todas las tormentas que vendrán, bailando en la veredita del amor, perdiendo el miedo al adiós en un gesto de legítima alquimia que trasciende el berretín de cantor que nos creímos sin permiso. Estar de fiesta, pegado al mostrador, arreglando el mundo sin darse cuenta que la luna ya se durmió. Canta la Ternera, entregada de costillar abierto al mundo finito. Como aquel maniquí que al sur del atardecer se despidió de su vidriera,  con la loca alegría que inexplicablemente le vuelve a la boca, con los besos que guardó, el tiempo que esperó y las sombras de algún sueño de la vida, en su avalancha despiadada de gente común, que con ese disfraz sentía que sin la murga no encuentra la ciudad, que quisiera ser toda la multitud que lleva adentro,y le pide al mundo inexorable del carnaval que nos guarde siempre un lugar donde retornar, cuando las campanas de la vieja catedral. Los monstruos de mil cabezas dejando su tristeza bajo otra la llena, distinta, tropezando con ella y con esa pequeña brisa que te la lleve algún día, como si el amor fuera invento nuestro, disfrutando el regalo del cielo, todos parte de una misma retirada, en el corso del ser humano, breves mascaradas, heridos moribundos en su épico salto a lo desconocido, donde detrás del tiempo estará la vida, errática, imprevisible como siempre, casquivana y mágica, tétrica y febril, la vida toda en un vicio cíclico sin culpa dónde canta por cantar, volviendo a su paradero, con su herida al costado y su rato de luz, levantando nuevos mapas en el barro y dando todos los abrazos que precisen. Finalmente se libera el caudal de la emoción. Se parte el dique de un esperado final, se escucha aplausos. Risas. Se escucha clarita la noche que nos escucha con indiferencia Saltimbanquis de esquina, actor sin papel en la tragedia demandó  oscuro voyeur bajo el reflector. Encandilar. Ensimismado en su texto payasezco el pierrot lloroso caminando en la cornisa, baila, baila y canta el ciego del pecho, el muerto del aire que pesa un infierno y bajo los las lucecitas de colores la murga es amor, amor y nerviosismo, tiembla en su cantar, no se ve para adelante, es tanta la concentración que la vista reduce su poder sobre el mundo y pasa al mando el corazón, la vida que salta y toma el mando y se queda con todo. Vuelan los flecos por el aire trazando universos que se evaporan de inmediato. Cuando quise acordar, estábamos cantando la bajada. Todo el fuego junto inflamando a rabiar las gargantas. Cantamos con la sangre, bajamos entre el animado público que ahora sí colmaba las Duranas, cantando con la fuerza que quedaba, con el último y renovado clamor de la pasión, entre la gente que aplaudía, se vació la platea para acompañarnos a lo alto del teatro donde los sombreros finalmente volaron al cielo cuando todo acabó. Al girar, la familia, mi padre, mi tío, mis hermanas y Lucio. La exresión en sus ojos fue lo que más me conmovió de toda la noche, ese abrazo, esa conversación, el abrazo con mi papa, ahora sí todo sudado y casi sin maquillaje en la cara, el abrazo con mi hermana y el abrazo crucial con cada uno de mis compañeros que habían dejado todo arriba del escenario. Todo volvía a caer en las garras del pasado, todo salvo el presente, el momento eterno del presente era ese regalo de pura magia que tanto habia esperado, acabado y renovado a la vez, fugaz e infinito. El presente, caminar llevando a mi hijo hacia atras del escenario, compartir con él un vaso de refresco, lo unico que podía pagar, fue un momento maravilloso, revés maravilloso de los engranajes del tiempo. Amor sin fronteras por la vida y volver en el camión cantando al Piropo a seguir cantando en una noche bacanal que fue de unión, de amor a la murga, de resiliencia, con la misma pasión, la misma de la primera vez, repetir el adios hasta volver, quién sabe cuándo a vivir otra vez el momento sin final.

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