sábado, noviembre 26, 2016

LXXII

   Desperté algo confundido, el día afuera estaba gris y se sentía acaso un poco de viento fresco. Desperté esperando un mensaje de P, que no llegó hasta una o dos horas más tarde. Estaba bien, no era eso lo que me inquietaba de tal manera. Desperté presintiéndolo y mi cuerpo se estremecía con una ansiedad mucho mayor a la que sentía a causa de la falta de solo 7 días para el estreno, mucho mayor a la que me hizo sentir V, en su momento, esto era verdadero pánico, terror total a asumir de forma fehaciente, las consecuencias de mis acciones.
   Me tomé un 2 destino Saint Bois. Desde que abordé el moderno y cómodo coche de la marca Volvo, en la esquina de Comercio y Agustín Sosa; y durante todo el largo viaje hasta la otra punta de la ciudad,  sentía una especie de electricidad en todo el cuerpo, una estática leve pero que dentro del cuerpo se sentía gigantesca. 
   Iba a hablar con él. A verlo. Iba a intentar explicarle algo cuya sustancia significante era apenas discernible para mí, pero que le debía hacía ya un tiempo. El hecho de saber con tanta certidumbre que él no me esperaba ver hoy y que lo iba a hacer, me producía una ansiedad monumental y con ella iba luchando, empecinado en cortar las cabezas de su hidra y viéndolas volver a nacer con fuerza renovada, cuadra a cuadra, esquina tras esquina por Propios, rumbo al destino.
   Cada tanto me venían ganas de llorar, pero solía sucederme hacía ya 11 años, en este tipo de circunstancias. Un resplandor difuso y tibio se metía por la ventanilla del ómnibus y cada tanto una brisa apenas fresquita, contrarrestaba el efecto anterior y todo parecía equilibrado.. 
   Llegando a la Terminal Colón, las formas del barrio se me aparecieron con una intima familiaridad y el olor de siempre, de la infancia, la adolescencia y ahora en la adultez, los árboles regalaban su perfume y el césped y el cemento y la gente le daban matices de renovada permanencia. Era increíble la cantidad de tiempo que perdía el ómnibus al entrar y salir de la terminal, yo venía a contrarreloj para variar. De todos modos  si bien al filo, la hora parecía a mi favor.
   Descendí en la calle Pinta y Lezica. Un pulso de inexplicable confianza me invadió por completo. Estaba entregado totalmente a los poderes que guían al destino. 
    Caminé y los niños de la escuela venían en mi dirección. Entre todos ellos, mis ojos buscaban a uno en particular: mi hijo, Lucio. Distinguí su rubia melena entre un pequeño grupo de otros niños que venían. Todo mi temor provenía desde hacía cerca de unos dos meses, cuando por la noche hablé con él y quedé en ir a buscarlo a la escuela, previa confirmación de su madre, Danae, mi primer y gran amor, junto a quién, 11 años atrás habíamos emprendido la terrorífica pero milagrosa y tan noble tarea de traer una vida al mundo. La confirmación nunca llegó, lo que no era de extrañar ya que durante casi todo aquel año, a causa de mis deficiencias económicas, nuestra relación fue empeorando hasta el punto en el que el diálogo se corta. El problema fue que Lucio quedó esperándome y me lo hizo saber con sus descargos, que transmitió por teléfono a mi padre, por la época en la que me echó de su casa. 
   No aparecí al otro día, ni al otro ni al otro. El miedo y la vergüenza de dejar a mi niño esperando por mí, me produjeron una parálisis tal que por casi dos meses no tuve la valentía de volver a verlo. Ahora había juntado el valor para encarar su primer enojo hacia mí. Nuestra relación siempre fue muy cercana e intensa, sentíamos el uno por el otro una admiración y un amor que lógicamente sería imposible explicar por medio de las palabras. Como su madre y yo nos separamos cuando él solo tenía apenas 3 años de vida, tras 7 largos años de relación, su crianza se efectuó siempre en la modalidad de padres separados. Lucio siempre adoró pasar el tiempo conmigo y por supuesto también yo, no importaba dónde, el niño siempre estaba feliz de venir conmigo, cuando vivíamos con mi primo en casa de mi abuela, luego cuando nos mudamos juntos con L, después en mi vuelta a lo de mi abuela, en mi pasaje por la casa de Colón, Lucio no hacía preguntas, solo tomaba aquella escapada con su padre como un viaje en el camino de la sabiduría que emprendíamos de la mano, a través de historias, relatos, chistes, reflexiones, siempre nuestro tiempo juntos era destinado al enriquecimiento intelectual y cada tanto también físico, ya que gusté siempre de hacerlo caminar largas distancias mientras hablábamos. 
    Lucio fue siempre un niño extremadamente avanzado, comenzó a hablar muy temprano y siempre intenté estimularlo a desarrollar sus capacidades. Con solo dos años, conocía a la perfección los colores y los números y hablaba con impactante claridad y fluidez, a todo el mundo impresionaba con sus tiernas demostraciones de inteligencia y madurez que siempre fueron acompañadas por una conducta prodigiosa que jamás nos costó mayores enojos. En pocas palabras Lucio siempre fue mi mayor orgullo, mi completa debilidad, mi amor más indescriptible y noble, mi vida y mi sangre. No era de extrañar entonces, que durante aquel período sórdido de mi propia existencia, en el que perdí la noción del amor propio, mi hijo fuera quizás el más lastimado de entre las personas que quería y me querían. 
      Tampoco creo que halle usted, lector, mayor sorpresa en el hecho de que decididamente haya dejado por fuera de estos relatos tan sombríos, toda la luz y la pureza de semejante tesoro. Sin embargo, tan cerca del final, este capítulo se imponía con soberana fuerza para ser compartido y revelado. 
     De modo que Lucio venía caminando en mi dirección, pero todavía no me había visto. A apenas 4 metros de toparnos, él levantó su cabeza y la expresión de sus ojos, tan parecidos a los míos, me petrificó por completo. Había en ellos un enojo, un reproche y una dureza que jamás antes vi en él, un atisbo de lucida madurez que me dejó hecho un manojo de nervios, por otro lado, un poder superior guiaba mis actos hacia él en ese momento y permanecí firme, decidido a pedirle perdón y a volver a ganarme su cariño incondicional. Le toqué el hombro, dio vuelta su cara y cambió de dirección levemente mientras continuaba hablando por su celular. El pequeño grupo de sus compañeros permanecía en silencio y noté que presentían la intensidad y relevancia de aquel momento. 
    Pasé mi mano sobre su hombro y cortó el celular sin mirarme, estaba tenso, por primer vez en mi vida lo sentí enojado conmigo, pero con un enojo ya no de niño sino con la madurez propia de quien atraviesa conflictos importantes. Nos apartamos unos metros de los otros gurises. 
   - Vení - le dije guiándolo hacía los bancos de la plaza - vamos a hablar.
   Tomamos asiento los dos y su expresión continuaba tan rígida que mi corazón se resquebrajaba a cada instante.
     - Primero que nada quiero que me digas todo lo que tenes para decirme, si estas enojado y me querés insultar o rezongar, acá estoy y tenemos que hacerlo.
        - Y vos? Vos que haces acá? No sabes que te esperé todo el día la otra vez, hasta las cinco de la tarde, te esperé. Porque no avisaste que no venías. 
      Su rostro con las primeras expresiones adultas me miraba con una mezcla de reproche e incomprensión. Mi corazón temblaba fuera de todo remedio. Estuve dos meses sin hablar con mi padre ni con mi hijo, no era de extrañar que me hallase en el último fondo de mi abismo. Había escuchado por boca de mi amigo Andy que Lucio le decía a su abuela que yo no iba a verlo porque tenía miedo a su reacción por haber incumplido mi palabra de irlo a buscar, poco antes del incidente con mi propio padre. 
     -Tenías razón - comencé - cuando dijiste que no venía por miedo a lo que vos me fueras a decir. Me moría de miedo de que estuvieses enojado conmigo. Quiero serte bien honesto, se que no tenes edad para lidiar con temas de adultos, pero tengo que decirte mi parte. No quiero hacerme la víctima ni nada por el estilo, porque todo lo que pasó fue bajo mi propia responsabilidad, pero tuve un tiempo muy difícil. 
     Le narré con detalle los pormenores de mi último tiempo, la carencia, la incertidumbre ante la ausencia de un lugar propio dónde pasar las noches y todo lo que eso me acarreó. 
     - Ese tipo de cosas en las que uno se mete, las malas decisiones que se toman en la vida, inevitablemente traen catástrofes cuyas consecuencias estamos obligados a afrontar y sucede que a veces una mala decisión o una serie de malas decisiones te arrastran a un punto en el que dejas de quererte como persona. Empezás a pensar que sos una fuente de angustia para quienes te rodean y esa situación te produce un miedo tremendo, que a su vez te lleva a seguir tomando decisiones que no te ayudan a seguir adelante. 
      Lucio me miraba fijamente, el rigor implacable de su primera expresión fue cediendo ante el entendimiento, la empatía y el perdón. El perdón más puro que jamás experimenté. 
      - Quiero que siempre te acuerdes de esto, que en cualquier circunstancia de la vida, cuando estés parado ante el miedo, te acuerdes de lo que hice yo en esa circunstancia, arrugarme, darme por vencido, asumir derrotas antes de jugar al partido y quiero que te acuerdes de cómo te afectó a vos mi proceder y sepas que ese no es el camino. También que veas que más allá de, en un principio, no haber podido superarlo, junté mucho valor y vine, acá estoy, reconociendo que estuve mal, que me equivoqué y pidiéndote perdón por haberte hecho daño. Nunca tengas miedo de reconocer que te equivocaste ni de pedirle tu sincero perdón a aquellos a quienes lastimaste, aunque haya sido sin querer. Y entre vos y yo, te cuento que esto de perdonarse lo vamos a practicar toda la vida, porque me tendrás que volver a perdonar por los errores que voy a cometer así como yo mismo voy a perdonarte siempre, cuando llegue el momento y cuantas veces sea necesario, porque soy tu papá... Y vos mi hijo.
          El resto de la charla, después de ese punto, transcurrió a menor intensidad y mi hijo y yo, nos sinceramos y compartimos pareceres e impresiones de profunda intimidad, hasta que en un momento el clima pareció aflojarse por completo y entre lágrimas, nos dimos un abrazo. El abrazo más indescriptible, hermoso, purificador y sanador que jamás dí en toda mi vida. Pasamos unas dos o tres horas juntos después en la tarde perfumada por los eucaliptos de la primavera. Caminamos y reímos, nos contamos historias, recuerdos, sueños y fantasías, como siempre lo habíamos hecho antes, con grandes sonrisas. Caminamos por Colón sintiendo que nuevamente estábamos tan cerca como siempre estuvimos, desde el minuto mismo en que su madre y yo nos enteramos que él estaba en el mundo con nosotros. 
          Le recordé que en pocos días ibamos a actuar con la murga, a presentarnos en el marco del concurso de Murga Jóven y le pedí que me acompañase ese día, como lo había hecho en la misma instancia el año anterior. Los ojos de Lucio brillaron de amor y alegría. Claro que quería estar, claro que iba a estar.  

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