domingo, noviembre 06, 2016

LXVII

Pasa una araña por la lejanía 
Pasa con silencio y mañosa 
Trapecista de eternidades
Cantando las notas más púrpuras 
De su red abismo subterráneo 
Repertorio de sus agonías
Florecido en otros pentagramas
Ahora celestes
Ahora nuevamente verdes
Los bastones del cielo
Crean curiosas ilusiones
Donde se pierde el corazón 
Regatas hacia el parque
Velocidad del silencio
Para aceitar engranajes 
Por el tiempo que dure el infierno 
Por la luna que cunde 
En la brevedad 
De todos los cielos.
Allá viene la ahogada
De nuevo 
Con su racimo de horcas 
Su languidez de lirio submarino 
Viene buscando espejos negros
En los que jamás pueda ver el sol.
Pasa junto al dominó de puertas
Y ninguna mira
Por más malos sueños
Que haya tenido con ellas 
Pasa y no las mira
No las puede mirar.
Con su ronca voz de madrugada
Llama como pájaro nocturno 
Mientras jode el ruido de una alarma
Silba la arena y la sombra
Bajo su pisada inexorable 
El prisma de su locura 
Descompone la luz 
De las heridas y de la risa
Deshace toda la luz
En su fauce casi temblorosa 
Avanza río indefinido 
Sigue sin que yo se lo pida
Viaja hacia la constante 
Transformación 
Dejando a mi voz
Hundirse en paredones
Sin remedio. 
Rebotar a piñas
Por las aristas que tiene
Aquello que es de por sí aleatorio 
Ese relato del que nadie es muestra
Ese alquímico momento
De transmutación 
En infinito reflejo
Cíclico 
Ciclónico
Pasea ahora el momento
 de cuerda floja
Por el que pasan
 tus equilibristas descabellados.
Se espera una gran caída
Un golpe de huesos, 
De ciegos, de sordomudos 
Un seco tronar de mandíbula 
Y saltar hacia la muerte
Como un grupo de personas 
Que se suben con orden
A un ómnibus de línea.
Trepan las vías
Descorchan adoquines 
Para atender el ir y volver 
De esa vida que es todas las vidas
Ese maratón espontáneo
Esa carrera de bueyes 
La misma vida
 que va de una punta a la otra 
Es péndulo de poesías 
En el cañaveral 
Pero también hay dientes rotos
Hay armadura mordida 
Y canillas pateadas 
Escucho los motores
Clavar su embrujo
En la plástica noche de la ruta.
Juego en el barro
 y con las lágrimas
 de mi sangre esgrimista 
Tengo las garras de un oso
Bajo la polvareda atormentada que uso como si fuera piel 
Vengo siempre al teatro 
A lucir esta gargantilla de penas
Mientras que en un momento 
Casi sin darme cuenta
Me encuentro bailando otra vez con rumbo al amanecer de los sueños
Afinando el mantra de mi
Propia
Salvación 
Me acaricio la cabeza 
Ante el altar inmediato
Y vuelo a apuntarle a la nuca 
Ojos que se pierden por cadenas. Raíces de cuevas milenarias se apuestan en nidos de ametralladora para escupir su baba fulminante sobre esa cosa fatídica que tiene la carne humana. Tal vez sea solo el sello pasajero de su estadía y nada más allá del único hecho de estar presente, de ser.
 La Ternera cantó envuelta en estas mismas deliberaciones, ese viernes se debatió entre el hambre y las garras del miedo innombrable, cantó al borde de una hilera de cuchillos para pan y una cordillera de montañas. Varios dieron clara muestra de...  De no ir, o de irse a mitad del ensayo para ver a la Abuela Coca. Justo esa banda... Mortificado en alusión constante a lo que estaba ya fallecido, jugaba a gambetear con una fea casaca en un juego sin leyes, sin reglas ni sugerencias o en este caso, evidentemente subrayando las letras que no me admito.
 Mi razón de campo de sangre Es planetario de estupor Por la claridad y las horas vacias
Nuevo suponer
En la técnica del adiós
A dónde se mueren los abrazos?
A dónde vuelve a renacer el amor?
 Detrás de qué arrecife de corales moribundos la química re engancha los ojales de un espíritu bohemio?
   En el Piropo estábamos todos raros, bajo la excelencia de la noche de noviembre, ahora rescatada como debe ser, de las tempestades y a salvo de la bestialidad de la sudestada, la noche fue rara, era el cumpleaños del Mati pero él no estaba, estaba en su Colonia a merced de la inexpresiva redundancia del chupe y del Queso y de la farra del interior.
 Y faltaban varios, pero los que estábamos, saludabamos a Picofino y al Matrero que esa noche tenía una camisa toda pintada con manchas como de trabajo. Bajo su boina, las canas cortas lucían casi elegantes sobre el verde del paño y su gastado pulsar de cantina y la remota grasitud de los tacos. Picofino era campeón internacional de pool, título adquirido tras ganar una serie de partidos en un torneo, que según decía, fue disputado en el palacio Salvo.
  La noche agradable y las viscosas babas del cielo en pre-madrugada, sagrada multitud en su pequeña congregación de feligreses que parecen quietos, pero que en cada parpadeo de cada estrella, estaban colmados de convulsa ansiedad, con el más hondo de los ganchos de su estómago, enclavado en la noche próxima de las Duranas. 
    La esquina se entrevera en charlas sobre escenografía y sobre otros detalles mínimos. Pero faltaba ambiente copero, faltaba el olor a gol y la efervescencia que debería causar la proximidad de la fecha de concurso, simplemente no estaba ahí.      Dos semanas y media para ser preciso, las aves batían las alas en la frondosa tarde del sábado, en la que hamburguesas mediante, trabajamos con mi primo y el Cabeza en dar vuelta la tierra del fondo, adicionarle turba negra y trasplantar sus almacigos de marihuana. Removimos además la vieja esterilla de caña que hacía las veces de medianera con sus molestos vecinos y las reemplazamos por malla sombra bien estirada y unos parantes hechos con tabla de 15.
 Era prácticamente absurda la cantidad y variedad de aves que volaban y llenaban de canto lo más frágil de la tarde. 
   Después el brillo del sol descendiente en el pecho de una torcaza que vuela hacía el oeste. El sonido de la chupada en el corazón del mate con jengibre, solución armónica paliativa contra el rugido del motor de un avión que casi choca con la luna creciente. 
   Capaz que las energías de la luna menguante iban a influir mejor en el espectáculo que la dureza de la super luna pronosticada para para mitad de noviembre. Decíamos con mi primo, exhaustos por tanto sol, asada y pala. 
   Curtida incertidumbre la de los tambores en la primer penumbra del sábado. 
   A la mañana siguiente, el chef Guillermo me había convocado para las 8 de la mañana. Iba a estar 7:50, por supuesto. La idea era que mientras el Cabe, mi primo y Manu se iban al cumpleaños de la hija de Reina, Katy, yo me iba a quedar abocado a la preparación de alimentos para vender al día siguiente en el ensayo con micrófonos que organizó la Ternera en el Recoveco. El domingo era el día fuerte en el Quo Pide House, lo que me impedía asistir al evento. 
   Salí entonces, ese domingo bien temprano. Llevaba 10 minutos de atraso si pretendía llegar ocho menos cuarto. Finalmente el 112 irrumpió en la mañana calurosa mientras yo conversaba de forma casual con un amable anciano que iba de paso y se detuvo solo por el gusto de charlar con alguien en medio de aquella hora anunciante del esquivo tiempo estival que después de tanto laberinto, tantos gritos de agonía disfrazado de último silencio, después de tanta sopa de lágrimas salía el sol y tras tantos temporales que pretendieron llevarse de prepotencia a la fragilidad de ni corazón, después de V y de aquel último asesinato, de su esperanza en mi abrazo,  salía el sol.  

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