martes, noviembre 15, 2016

LXXI

       Ese domingo la tuve demasiado presente. Me tocó hacer mucho rato de bacha (lavaplatos) y mientras fregaba un disparate de tuppers grasosos al extremo, tenía que rechazar su perfume que inoportunamente alguien llevó al Quo Pide House, la fragancia se imponía sobre los pestilentes vahos de la pileta y en ese momento los prefería antes que el aroma de su recuerdo como una pica insidiosa en medio de la última instanciade mi duelo. Restaba entonces ante aquel intento de profanación, parada estoica ante la andanada de candelas, la dureza de mi pecho, la heroica voluntad de quererme más, parada como un faro de velas en medio de la vasta oscuridad, haciendo frente ahora, al embate místico de su perfume. Quedaba tan solo la tenacidad de mi renuncia frente al pileton lleno de trastos y a esa señora sin rostro que usaba el mismo Calvin Klein.
    Los domingos, a causa del masivo público que se volcaba a la feria de Tristán Narvaja, el negocio enfrentaba su día fuerte, al igual que la tienda de ropa de mi hermana Carla, una cuadra y media más abajo. El turno de los domingos era de 10 horas, aunque curiosamente me pagaban como si fuesen 8. Gran eficiencia y concentración, además de agilidad y retención, eran requisitos excluyentes para llevar a cabo de buena manera la demanda resultante de toda aquella marea de gente, los turistas, los feriantes, los valientes de siempre y los ocasionales, a todos interesaba probar la propuesta del Quo. Por supuesto todo esto significa una cantidad de platos para lavar más bastante importante que el resto de los días.  
      Pero durante todo el domingo gris, bacteria de un olvidar constante, tuve que batirme a duelo con la multitud de imágenes y sensaciones que se escapan de las garras del pasado y montaban su tinglado de sangre oscura, en el terreno baldío tras mis ojos. Me encontraba ferozmente concentrado en mi labor y le daba cuenta que esto contribuía a aliviar el peso de su derrame, la melancolía furiosa, el renacer del amor propio parecía solo una barrera del orgullo a la sombra de la muda sensación de su cercanía. Pero de ningún modo iba a dar un paso atrás en el asunto y V era ya para mí, lo mismo que un libro ya leído. 
     Salí recién a las 18, tras 10 horas de fatigosa labor, aunque reconfortante para un espíritu largo tiempo embebido en las babas del ocio. Con confort o sin él, me dolían las piernas un disparate y la espalda todavía más. El domingo estaba gris. Fui hasta la plaza de los 33, compré cigarrillos en el quiosco de la esquina de 18 y Magallanes y me senté a fumar uno y a escuchar, una vez más, la canción final y la retirada de la trasnochada del 16. Esta vez no evocaría la magia de su esencia, no tiraría la cuerda luminosa que en aquel, ahora lejano, mes de agosto, la trajo de nuevo a mis brazos, por lo menos en una noche de alcohol en la que creímos que nos amábamos. 
       Ahora el cielo estaba gris, después de un rutilante sábado en el que fuimos a la playa con mi primo y el cabe, pero no a bañarnos sino a tomar sol y jugar a la pelota, de cualquier modo hubieron unos 29 grados y disfrutamos de la simpleza de la amistad y la camaradería. Pero el domingo estaba gris, un viento fresco era apenas sensible entre los bancos rotos, las cagadas de los pájaros y los rostros estáticos de las viejas, el vacío a medio poblar, los ómnibus distantes y las rubias paseando a sus perros. Yo estaba solo, me sentía bien, aunque consciente de la soledad intrínseca que acarreamos desde un extremo al otro de la vida. La sentía de pié junto a mi, mirando mi cuerpo y mis pensamientos con una vacua risa sin expresión. La sentía respirar cerca mío y gravitar en la espera de que mi propia mirada le devolviese una confirmación de su existencia. Eso hice. Miré en los ojos de toda aquella soledad y fumé... La Trasnochada seguía cantando "será eterna con glorias de nada, hoy serás, más que nunca Trasnochada, yo te perdono pase lo que pase, quedarán mis penas dentro de mi traje".
     Una vez que mis pantorrillas se aflojaron y pararon de latir en su agudo dolor, me puse de pié y avancé una cuadra por nuestra principal avenida hasta la parada del 180. Era jornada de vestuario y los compañeros de la murga, se juntaban a las 17 en casa de Sol y de la Maga, de quien una vez pasadas las 12 de la noche, celebraríamos el cumpleaños. 
     Restaban, como decía, 10 días hasta la noche de la presentación y aún no teníamos trajes. Los sombreros estaban casi prontos, pero faltaban los trajes de las puntas del espectáculo, había una idea inicial que yo mismo había propuesto y que para variar no había sido tomada en cuenta para el prototipo de la Maga, de modo que esperé pacientemente a ver cómo se desenvolvían con ese asunto. Cuando llegué a su casa, Mati, Marce, Nico, Horacio, Cabecita y Maru, Sol y la Maga, cortaban flecos en el patio frontal de la casa en la calle Colorado.
     La novia de un amigo de mi primo, también hincha de la murga nuestra, había sufrido hacía cuestión de un año, el fallecimiento de su madre. Cuando esta murió, quedaron en su taller de costurera, unas 5 o 6 bolsas grandes repletas de telas. Al ser Reina (la mamá de Katy) una persona de mucho gusto por el carnaval en general y por la murga en particular, Katy, decidió que sería lo que ella hubiese deseado, donar todo aquel material a una murga para que hiciera su vestuario. Recibimos el regalo con gran emoción y alegría. Utilizar aquellos materiales en la confección de nuestros trajes, tenía además, un alto valor simbólico. 
       Estaba yo mortalmente fatigado, sin embargo, mi afán por avanzar en aquel tema, me llevó a renovar mi voto de compromiso por el grupo, agarrar la tijera y dedicarme casi de manera febril, en una primera instancia a cortar flecos junto a mis compañeros. A los 15 minutos me pesaban las bolas de seguir y me senté a fumar. Tomé varios mates más y fui hasta el fondo siguiendo a mi primo y al Mati, que iban de camino a probar la estructura del traje. El diseño constaba de dos maples de huevos, pintados de color blanco que hacían las veces de hombreras, bajo ellos un fino manto de plastillera con agujero para el cuello y desfondado para funcionar como una fina malla. Una vez en el pequeño patio trasero de la casa de las gurisas, Matí y mi primo ideaban una estructura que funcionara como conector entre ambas hombreras y con las cual hacer de las 3, una sola pieza rebatible y de fácil producción. Meta y meta con un alambre, lo torcían y retorcían buscando una forma de generar dicho enlace. Yo los miraba mientras fumaba, abrumado por la complejidad en la realización del modelo diseñado. Ninguno de nosotros tenía experiencia en la elaboración de ropa, salvo la Maga, que estaba al frente de la comisión vestuario pero carecía, por otro lado a igual que el resto de nosotros de la experiencia en vestuarios de murga. 
       Después de un rato me pareció apropiado sugerirles probar con una tira de tela por detrás, que ajustase y otra por delante que hiciera lo mismo. Lo probamos y las hombreras quedaban sujetadas entre sí pero carecían totalmente de estabilidad y su eje se perdía descontroladamente. Mati y mi primo se ofrecieron de voluntarios para ir a hacer las compras necesarias para el asado, ya que después de las 0 horas, iba a ser el cumpleaños de la Maga. Masi y yo nos quedamos a cargo de la tarea de idear la estructura, el esqueleto del traje. Pensamos, discutimos, probamos distintas técnicas pero ninguna nos proveía de la estabilidad necesaria como para que las hombreras mantuvieran su forma ajustadas, propiamente a los hombros. A las cansadas, la imagen del puente de las américas me vino a la cabeza. Las eslingas que le dan estabilidad a la estructura nacen espaciadas en el plano horizontal y todas conectan a un solo punto de solidez en sentido vertical. Pensé que en este caso podría aplicarse el mismo principio y realicé cuatro agujeros ubicados en diferentes partes cóncavas del maple y enhebré con flecos de un metro los agujeros, repitiendo la operación en la hombrera opuesta y además perforé en tres otras partes cóncavas pero de la parte trasera del maple y también enhebré largas tiras de tela por ellos. La idea entonces fue colocar las hombreras en su sitio y atar las tiras por delante, cada una con su respectivo simétrico haciendo un nudo sobre otro para formar una especie de nudo colectivo a la altura del esternón y casi que con su misma función. Al hacerlo directamente sobre el cuerpo del Masi, la estructura quedaba perfectamente sujeta por delante y por detrás, a su medida. De las "cuerdas" que se anudaban entre sí al medio de la espalda, iban atados  un sin fin de largos flecos casi hasta el piso, elegidos por la Maga y por mi primo en distintas paletas de colores para cada par de componentes de la murga. El efecto logrado era de una frondosa capa de flecos voladores por detrás que al bailar tomaba un vuelo, un colorido y una gracia que era realmente impresionante para nuestra falta de experiencia previa en la tarea. Por delante: la pechera, estaba hecha de la siguiente manera, en lo que vendría a ser la clavícula de aquel esqueleto, iban del mismo modo que de atrás pero menor cantidad de flecos que posteriormente Soledad tejió en forma de red de cuyo extremo inferior, de cada esquina, salían otras dos tiras que funcionaban como las tiras de un delantal, para que fuesen atadas por detrás, dándole a la estructura una fijación al cuerpo que aportaba desde la comodidad y lo estético. 
    En determinado momento, estábamos con el Masi tan concentrados en la confección que la hora se nos voló a la mierda, cuando quisimos acordar nos estaban llamando para comer, la barra estaba sentada a la puerta, donde semanas antes zapábamos candombe y cumbia en el cumpleaños de sol, ahora la murga comía asado y bebía cerveza y se reía y vibraba en el aire la proximidad del estreno. La luna, después de las doce era la llamada "super-luna", una luna llena imperceptiblemente más grande que el resto de las lunas llenas. Hermosa, gobernante indiscutida del cielo de aquella noche en la que por fin y demasiado sobre la fecha, teníamos terminada y funcionando la estructura de los trajes para las puntas del espectáculo, ahora faltaban hacer nada más que 16, pero había un modelo. 
   Masi salió a donde estaban los compañeros ya hacía rato descansando, todos estaban ahí ahora, salvo por Nico que se fue un poco más temprano y por Camilo, que directamente no apareció. Todos lo miraban saltar y bailar y quedaban hipnotizados por el vuelo de aquel mar de flecos, que calcaba con mínima demora, los movimientos del murguista, que con la sonrisa de un niño pegaba saltos y giros.
     Cantamos la retirada y varias otras canciones del repertorio, muy suavemente, muy tranquilos, muy en son de comunión. Los apenas lejanos focos del alumbrado público, en su mezcla de azules y naranjas, patrocinaba el encuentro. El fuego, en el medio tanque era el alma ardiente de nuestro sagrado ritual. La carne... el vino casero que trajo el Pela, el cogollo de mi primo, el casillero de cerveza helada que iba y venía, todo era compartir, todo era dar y disfrutar en la complicidad de la noche y la luna llena, de el tiempo mágico, sus hechizos y sus imprevisibles idas y vueltas, todo era la vida misma, discurriendo en la eternidad de la vereda. 

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