lunes, agosto 13, 2018

Sangre borrada


 Despertó algo confundido. Al sentarse en la cama, se pasó, como es costumbre en el recién despertado, las palmas de la mano por el rostro. No llovía, como ahora. Al ir al baño asistió a la realidad: el perro se las había ingeniado para colarse en algún descuido, y mientras él dormía, mandarse escaleras arriba, donde también está su cuarto. Al parecer su único propósito fue entrar en el baño, dar una vuelta, y retirarse escaleras abajo. Todo esto resultaba evidente a la luz de las perrunas huellas de barro, casi negras, hiriendo la blanquísima cerámica del piso del baño. Le gusta mantenerla muy limpia. De inmediato las borró con el trapo de piso y la promesa de, más tarde, fregarlo con agua, jabón y la escoba. Procedió con el lavado dental y al tomar el cepillo, registró varios trazos y salpicaduras de sangre seca en las palmas de sus manos. Levanta la vista hasta el espejo, para buscar el origen del rojo. Su rostro también está manchado. Aquí y allá como en espantosos trazos, goteado y barrido. Su corazón comienza de inmediato a latir con fuerza y velocidad. Saltando hacia atrás, atina a  buscar en su memoria, algo que justifique esta escena inesperada y desagradable. Siente náuseas al no encontrar más que el hecho ceremonial de acostarse la noche anterior, sumido en la más miserable de las rutinas y desvelarse con vídeos de YouTube hasta las 2 o 3 de la noche. Después, apagar la estufa, revolverse en las sábanas púrpura de su soledad y quedarse dormido un viernes a la noche, habiendo preferido no asistir a la fiesta de cumpleaños de un compañero, con excusa del frío terrible que desafiaba a Montevideo. 

 Las piezas del horroroso puzzle no terminan de caer en su lugar. Lo asalta un temor terrible y corre, instintinvamente, escaleras abajo para ver a los perros. Ambos están ahí, en su corralcito. Al verlo ladran, le ladran como desconociéndolo. Vuelve a subir. Entra al cuarto buscando algo que no encuentra. Vuelve al baño y se mira otra vez al espejo. La sangre sigue, cada vez más seca, manchando su habitual paz mental. El era inocente, o al menos hubiese jurado serlo. Arranca el teléfono de su cargador y sentándose, sudoroso, busca en las conversaciones recientes, algo que pueda resultar revelador. No encuentra nada. Sólo los mensajes de sus amigos, enviados de forma esporádica a través de lo que cualquiera diría, fue una noche fantástica. A todo esto, mientras imaginaba al animado grupo divirtiéndose por la noche, un sentimiento apenas de arrepentimiento le asalta por haberse perdido el festejo. El cielo cáustico se sigue mandando por la ventana de madera y la sangre sigue ahí sin respuestas. No podía permitirse pensar en sus amigos ahora. La ansiedad lo asalta, se para, se frota la cabeza, da vueltas en círculos por el cuarto ensayando una explicación. Nada. Sigue caminando en círculos y ve asomar un objeto extraño desde abajo de la cama. Se agacha. Es un gran cuchillo de cortar pescado envuelto en media hoja de papel de periódico, notablemente manchada con algunos coágulos. La suelta, y la  cae con un sonido pesado y agudo, al tiempo que el aire lo abandona en una súbita y dolorosa contracción de los músculos. Está aterrado, muerto del miedo y no obstante calmo y seguro de no haber cometido ningún crimen. Es imposible, se repite, pero es real. 

 Durante ese domingo no puso un pié fuera de su casa. Tampoco el lunes, llamó a su trabajo avisando que su presión arterial había subido demasiado y que no se sentía bien. Era verdad. Vino el médico a certificarlo a las 4 y veinte de la tarde. Llamó y envió docenas de mensajes con disimulada curiosidad a sus contactos más cercanos. Todo el mundo acusaba la trágica monotonía con la que la vida suele transcurrir. En la madrugada juntó valor y echando el cuchillo con su repugnante envoltorio dentro de la bolsa de la basura y momentos antes que el camión recolector, botó todo el paquete dentro del contenedor y se cercioró que, como siempre, a las 2.30 a.m. pasó el camión y se llevó la única prueba de un hecho de sangre que nadie reclamó. Al volver, se dio una ducha muy caliente y se acostó. Se sintió mejor y al amanecer se hizo un sandwich de jamón y queso y un café muy negro. No había dormido casi nada y le costó hacerlo en los días subsiguientes. El jueves volvió al trabajo, y la culpa, todavía empapada de incertidumbre, había comenzado a lavarse. Desde entonces, el peso de la rutina fue haciendo cada vez más lejano y difuso el mal recuerdo de la sangre y del cuchillo. Pocos años después, el ya no podía discernir si los contados acontecimientos tuvieron lugar en la realidad o si tan solo fueron parte de una vívida pesadilla de invierno. 

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