Paradero incierto. Ápice de voluntad en constante remolino que choca contra las paredes del vacío y el día que vuelve a irse. Luchar hasta el sangrado contra la tenebrosa oscuridad de un monstruo sin nombre, sin señas. El viento arranca de mis ramas lo que la luna sembró y mis ojos resecos de llanto están clavados en el horizonte mientras la catedral se desmorona en cámara demasiado lenta, las esquirlas de sus santos partidos pasan rozando mi garganta y un rumor de degollado me acaricia la oreja mientras canto. Demasiado lejos entró la marea, invadió cada rincón de mi reloj hasta hacerlo temblar, dudar de si, rechazar con angustiosa indolencia todo lo que trae. El camino ha sido tormentoso, las noches vacuas e insoportables, los amaneceres culposos y los ocasos devorados por entidades de guerra que cobran favores de otros días. Perdí la luna en los cajones de mi ceguera, se rompió su esencia cristalina y cayó en mi nuca una lluvia de vidrios que con ferocidad pronostica caos y batallas solitarias carentes de final. No queda en mi sombra rastro de su ternura, abdicación a la paz, fuerza volcánica. Tirado a la bartola sobre una cama de serpientes, este año logró corroer mi pasado hasta el punto de hacerlo difuso, sospechoso, cruel. Insana procesión de maniquíes sordos, minutos que duran semanas mientras con mis últimas fuerzas me agarro y quedo suspendido en la garganta del diablo, a punto de ser disuelto en sus jugos gástricos, cuyo olor nauseabundo cala mis huesos como una gubia macabra. Será cuestión de ir sorteando los tsunamis del presente, resultado del sísmico pavor que tuve que sentir para llegar a esta hora bisagra, a esta penúltima instancia de sinsabor y lacerada cordura. Pensé en decirle adiós al viejo puerto, a mi mano voladora, pero no me resigno a dar la despedida, quedará algún verso tal vez sobre una mesa desierta.
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