Se pinchó la eternidad, el tiempo y su viruta sucia reptando por las paredes de la noche. La ciudad, campo de gastadas galas para bailes y orquestas de muertos vivientes, el frenesí abominable de la noche, el alcohol y la fiesta, las cosas sin alma. Todo lo que repta en los pozos de los corazones perdidos, esos acorazados indolentes, anestesiados por whisky y por vinos maliciosos, que van dejando algo como un surco en las venas, por donde pasa por alto el sentimiento más primario.
Se juega al límite, al borde de la desesperación, manan de uno las cosas sin nombre que aborrecen a los demás, esas baldosas resecas donde se apoyan las mejillas que duelen eternamente. Porque en la inmensidad delirante de la distancia, naufragan veleros pobres, vuelan sus anclas por la tempestad de aquello que nos sugiere la más pobre de las razones, sola y vociferando como posesa en un rincón de meditaciones construidas en base al miedo. Acorralados los corazones se alejan en favor de horribles amenazas autoimpuestas. La gente que siente culpa de amar al otro y se entrevera en las arterias, entre sangre y escombros, entre relojes y azucenas, entre grietas y montañas, se confunde soledad y ausencia con amor propio e independencia con necedad y aislamiento.
A las patadas con sus propios pechos caminan aquellos que se cobran la osadía de sentir intensamente, con represiones y decisiones de aparente raciocinio que delatan más temprano que tarde, un pánico a enfrentar una realidad capaz de derretir las piedras que hay en el fondo de nuestro ser.
Porque ahora cae el domingo en la soledad, los edificios susurran puteadas a los autos y las motos, mientras los árboles, tan lentos y decididos, se hunden en meditaciones que parirán la más profunda de las noches. Cuando el silencio del tiempo haya vejado con otros infiernos el cristal del presente, cuando la cama vacía sea solo testigo de sacudones carnales sin amor, cuando todos los jazmines y madreselvas carezcan de perfume y sean solo de yeso los cuerpos del amanecer, cuando el corazón en una bella repisa solo recuerde el seco orín del polvo, ahí entonces y solo entonces, seremos capaces de valorar en su justa medida el peso, la longitud y el volumen que significa sentir un amor que quiere salirse del pecho y remangar todo el cielo por un solo beso, ese amor que entre barajas y efímeras fotos de garches sin sentido, hemos decidido abandonar como a un sauce llorón, a la vera de un arroyo descolorido que llamamos "inviabilidad".
Tenemos la libertad de ahorcarnos con silencios y palabras erráticas, tenemos la libertad de morir de aburrimiento en la víspera de un abrazo que no llegará nunca, tenemos la libertad de apuntar el rifle de nuestro desconsuelo a la frente de las doncellas ciegas, pero tenemos el puño apretado en la garganta cuando lo vemos en la calle o en las plazas, cuando dos van de la mano, cuando sonríen y se besan a expensas de gastarse la vida juntos y a toda costa. Pero nos rehusamos a tomarlo, porque esto, porque aquello, pero no, yo insisto y vuelvo a sangrar por su mano volátil, porque las golondrinas en su sinfonía diminuta, explican a la hora del ocaso, que nada debería interponerse al anhelo de nuestro pecho por hallar la total serenidad del alma en una mirada, en un abrazo o en un te quiero.
Porque es tan largo el tiempo de la muerte, porque no hay más vida que esto que gastamos en absurdas teatralidades, en vacuas pantomimas de dignidad y auto-ayuda, somos la sombra heroica de lo que fuimos, decía la Catalina y era cierto. Es cierto. Somos el remanente de la intensidad en nuestros deseos, somos la rabia y la oscuridad de todo aquello que nos arrastró al barro miserable de una realidad mortalmente subjetiva. Somos la adaptación descabellada y la minusvalía de aquello que soñamos y nunca logramos.
Sufrimos la imposibilidad de levantar el telón para retener el tiroteo de los segundos. El tiempo gira para atrás, pero sin nosotros, nosotros no queremos girar con el tiempo, nos retorcemos mientras lloramos o pataleamos en completo silencio e inmovilidad, queremos ir en contra del río de lava que inflama la sangre, que sublima los sentidos hasta el paroxismo sempiterno de zambullirse en los ojos del otro y contar desde sus venas y no desde su cabeza, la historia minúscula que vive hora tras hora a la sombra de la gente, la absurda novela que se derrumba, capitulo a capitulo, momento a momento sobre su dura cabeza descubierta.
Por eso insisto y por eso tropiezo y por eso me hago mierda, nos hacemos mierda contra el piso en un carretear inexperto, previo al vuelo definitivo hacia una comunión de las esencias, que parecemos dispuestos a resignar en nuestro capitular ante el terror.
Solo cuando se pierda el miedo a la levitación sobre las hordas de sombras que se arrastran, podremos remontar las nubes blancas y frondosas de nuestras tenaces limitaciones y encontrar en las fisuras que dejaron los sueños, canaletas que sirvan para treparse a la noche infinita, desde donde se vea la luna bien lejos, allá abajo.
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