lunes, enero 22, 2018

Marisa Virgina (uno)

  Es ahora que los sonidos de la noche en la Aduana, agitan mis más incoherentes temores. Grita a lo lejos una gaviota y para mí es el recibo de su ausencia, algo como un impuso eléctrico de estática me recorre, erizando a penas el vello de mis piernas. Casi puedo escuchar los gritos y sentir el calor, todo pegado a la piel. Habíamos estado enamorados. Fue en un enero seco y tórrido, pero antes de eso tuvimos un primer y último diciembre, con una noche de lluvia extraordinaria, que fue la que nos conocimos. Todas las noches desde entonces, mi piel reclama su perfume de fruta nacarada, sus ojos montunos, la suave delicadeza de su quijada, el mar negro de su pelo. 
  El idilio se dio ese verano, de carnaval y besos interminables, tontas peleas por whatsapp y ella que era viajante. Recuerdo que todo en aquella época sabía a madreselva y a brillantina, recuerdo caminar junto a ella, distancias incalculables y reirnos y cantar y abrazarnos junto a un vino que no se terminaba nunca y fotos que ahora se perdieron, recuerdo amarla y que ella me amara, sin embargo siempre estabamos distantes, como si desde nuestros púlpitos paganos, separados por lo más sacro de una angosta nave, nos tocasemos a penas y por breves momentos de luminosidad, la punta de los dedos. Después todo fue confuso... Y antes también. 
  Me prometió que jamás me iba a prometer nada y yo lo tomé como simple política de su empresa, pero ella cumplió, hasta la noche en que murió, en el siguiente carnaval, siempre mantuvo su palabra y jamás recibí una sola promesa de sus labios. Yo por el contrario le hubiese prometido el cielo y las estrellas, la playa y las películas, con las campanas de la vieja catedral dando las 3 de la mañana como trasfondo a nuestro sexo de buitres, de furiosas mariposas que empapadas de llanto, batieran sus alas con sincronía de galaxia y se debatieran en cada mordida en la carne, entre la vida y la muerte eterna.
 Todavía recuerdo cuánto me había hecho enojar, cuánto lamento ahora, darme cuenta que la última vez que la vi estábamos peleados. Recuerdo su último reproche y la fatídica cadencia con la que dio vuelta su cara y se fue, sola, mientras yo me quedaba parado en la esquina, llorando de rabia, aún sin saber que esa era la última vez que la vería con vida, con toda aquella vida que podía espantar a las palomas con solo pestañear intensamente, que susurraba como una tigresa y cuyas garras mitológicas eran capaces de despedazar a cualquier hombre. 
  El primer carnaval juntos fue una flor desnuda, despeinada por el alcohol y los cigarrillos que entre las olas de la murga, se volvían abrazos o miradas causantes de vida, vida hasta el desconocimiento, la naturaleza de un amor de treintañeros solteros, casi carentes de amor por si mismos. 
  Nos agarraba siempre el amanecer, precedido por el séquito de las aves callejeras, que entre los arboles y los focos de luz, anunciaban el milagro de un nuevo día.  En el sillón la luz se volvía ámbar y la computadura emitía la música que más nos gustaba. Nos fascinaba mirarnos. Un día llegó el otoño y al rato nos amamos en el sillón de mi casa y comimos uvas de mi parra y miramos Dr. House, y nos perdimos unos meses, en ese tiempo también la extrañé con ferocidad y afiebredo escribía sin cesar, poemas de amor y cartas de miseria que ella leía en silencio desde su cárcel de negación y enojo. El invierno, no obstante volvió a regalarnos el hermoso milagro de compartir el frío y el vino y el tiempo, de nuevo en su sillón y el reflejo anaranjado de su estufa nos coloreaba la piel y el deseo que nos volvía selva y temporal, mar y sudestada.  
  Una noche de amor, vimos juntos una película en su cama y comimos las sobras de lo que ella había cocinado para un cumpleaños o un almuerzo familiar. La sábana era blanca y linda, el acolchado verde, sus ojos dos estrellas de fuego cautivas bajo un café lleno de relfejos color cuarzo. Nunca hubo entre dos pares de pupilas, la conexión que hubo entre las nuestras, nunca el sexo tuvo tantos sabores ni tanta luz ni tanto líquido misticismo como el que espontáneamente se generaba al instante posterior a que nuestras frentes chocaban a penas y las ventanas de la nariz batían al son del acelerado pulso. 

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