miércoles, enero 31, 2018

Marisa Virginia (siete)

Y unas horas después ella volvió a responder: "0k". Si el hecho de recibir una sola respuesta era insólito, recibir una tercera desde el otro lado de la vida, y que esta dijiese: "0k", era francamente absurdo. Guardé el secreto para mí, en parte por temor a que me tacharan de loco sin remedio, pero más todavía por vergüenza de que los resultados de una tan profunda, decidida y mística recolección de poder personal, hallan sido tan estrafalarios. El espíritu de la hermosa, de la reina de mi corazón, mi tan amada Marisa Virginia volvía de la muerte a través de su correo electrónico para hablarme y lo que decía era: "0k".
  Llegó la noche de volver al tablado. 11 meses y 7 días desde la horrorosa noche en que no fui capaz de cuidarla más que a mi vida, lo que siempre sentí como mi deber natural, cuidarnos como respirar. Volver me llenaba de temores y las sombras de la nostalgia amenazaban la risa, que, a los ponchazos había confeccionado para volver al tablado de siempre. En un principio pensé que iría a necesitar la compañía de alguien, para que la soledad devastadora que yo suponía me esperaba, no fuese tan letal. Pero cerca de la hora de partir, me asaltó la certeza de saber que era mejor ir solo, de modo que cancelé la compañía con una vulgar excusa y partí rumbo al tablado. Caminé por la calle Brandzen, tomando una lata de cerveza alemana negra, reconstruyendo el mismo camino que hicimos juntos aquella última vez. Yo iba feliz, en lugar del peso de su ausencia, me llenaba la esperanza certera de que no me iba a morir sin volver a tenerla en mis brazos.

  Llegué. El tablado era una flor inmensa. La gente colmaba las gradas y la pista y la platea y el pasto y mi corazón flotaba como en una nube. Estaba sólo. No podía evitar que se me escapase una sonrisa, escuché las murgas, aplaudí las bajadas, reí con los chistes y me emocioné con los homenajes. Entre conjunto y conjunto recorría el tablado, caminaba fumando por la pista, me sentaba a contemplar el milagro del retorno, entre los yuyos de campanitas blancas, mirando a los niños jugar a la pelota detrás del escenario. Me sentía pleno al darme cuenta que el carnaval me sonreía, me regalaba el misterio de su encanto y me dejé llevar en el vuelo mágico de un nuevo carnaval. Pensaba mucho en ella. Recordé, al pasar por donde estuvimos sentados, las ganas de concebir juntos un hermoso niño feliz, que había dejado bien manifestadas aquella noche. Una luna casi llena flotaba en el cielo renegrido. Llegó la hora del último conjunto de aquel domingo de regresos. La Gran Muñeca. Al igual que aquella noche, estaban vacías algunas de las sillas plásticas de la platea y me hice con una para poder disfrutar mejor de la murga de mi predilección. El espectáculo fue bellísimo, cantaron con gran fuerza y la gente respondió con entusiasmo a todas las ocurrencias del coro y de los cupleteros, mientras, las emociones dentro mío se iban liberando con naturialidad y yo podía sentir que el rocoso cúmulo de candados que me habitaba, de a poco iba cediendo al agua fresca de la murga. Cuando llegó la retirada simplemente me quebré y no pude ni quise contener las tímidas lágrimas que de mis ojos brotaban, dejando un surco de brillo en mis mejillas. Me corazón latía enloquecido y mientras la murga bajaba, recorriendo el corredor central del tablado, yo pensaba en ella y sentí con mayor claridad que nunca, la certeza de que iba a abrazarla, que iba a volver de la muerte para sonreír de amor en mis brazos. 

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